Carta colectiva de los obispos españoles a los obispos de todo el mundo
con motivo de la guerra en España
1º de Julio de 1937
Venerables hermanos:
1º.
Razón de este documento
Suelen los pueblos
católicos ayudarse mutuamente en días de tribulación, en cumplimiento de
la ley de caridad de fraternidad que une en un cuerpo místico a cuantos
comulgamos en el pensamiento y amor de Jesucristo. Órgano natural de
este intercambio espiritual son los Obispos, a quien puso el Espíritu
Santo para regir la Iglesia de Dios. España, que pasa una de las más
grandes tribulaciones de su historia, ha recibido múltiples
manifestaciones de afecto y condolencias del Episcopado católico
extranjero, ya en mensajes colectivos, ya de muchos Obispos en
particular. Y el Episcopado español, tan terriblemente probado en sus
miembros, en sus sacerdotes y en sus Iglesias, quiere hoy corresponder
con este Documento colectivo a la gran caridad que se nos ha manifestado
de todos los puntos de la tierra.
Nuestro país sufre un trastorno profundo: no es sólo una guerra civil
cruentísima la que nos llena de tribulación; es una conmoción tremenda
la que sacude los mismos cimientos de la vida social y ha puesto en
peligro hasta nuestra existencia como nación. Vosotros los habéis
comprendido, Venerables Hermanos, y "vuestras palabras y vuestro
corazones nos han abierto" diremos con el Apóstol, dejándonos ver las
extrañas de vuestra caridad para con nuestra patria querida. Que Dios os
lo premie.
Pero con nuestra gratitud, Venerables Hermanos, debemos manifestaros
nuestro dolor por el desconocimiento de la verdad de lo que en España
ocurre. Es un hecho, que nos consta por documentación copiosa, que el
pensamiento de un gran sector de opinión extranjera está disociado de la
realidad de los hechos ocurridos en nuestro país. Causas de este
extravió podría ser el espíritu anticristiano, que ha visto en la
contienda de España una partida decisiva en pro o contra de la religión
de Jesucristo y la civilización cristiana; la corriente opuesta de
doctrinas políticas que aspiran a la hegemonía del mundo; la labor
tendenciosa de fuerzas internacionales ocultas; la antipatria, que se ha
valido de españoles ilusos que, amparándose en el nombre de católicos,
han causado enorme daño a la verdadera España. Y lo que más nos duele es
que una buena parte de la prensa católica extranjera haya contribuido a
esta desviación mental, que podría ser funesta para los sacratísimos
intereses que se ventilan en nuestra patria.
Casi todos los
Obispos que suscribimos esta Carta hemos procurado dar a su tiempo la
nota justa del sentido de la guerra. Agradecemos a la prensa católica
extrajera el haber hecho suya la verdad de nuestras declaraciones, como
lamentamos que algunos periódicos y revistas, que debieron ser ejemplo
de respeto y acatamiento a la voz de los Prelados de la Iglesia, las
hayan combatido o tergiversado.
Ello obliga al Episcopado español a dirigirse colectivamente a los
Hermanos de todo el mundo, con el único propósito de que resplandezca la
verdad, oscurecida por ligereza o por malicia, y nos ayude a difundirla.
Se trata de un punto gravísimo en que se conjugan no los intereses
políticos de una nación, sino los mismos fundamentos providenciales de
la vida social: la religión, la justicia, la autoridad y la libertad de
los ciudadanos
Cumplimos con ello,
junto con nuestro oficio pastoral- que importa ante todo el magisterio
de la verdad - con un triple deber de religión, de patriotismo y de
humanidad. De religión, porque, testigos de las grandes prevaricaciones
y heroísmo que han tenido por escena nuestro país, podemos ofrecer al
mundo lecciones y ejemplos que caen dentro de nuestro ministerio
episcopal y que habrán de ser provechosos a todo el mundo; de
patriotismo, porque el Obispo es el primer obligado a defender el buen
nombre de su patria "terra patrum", por cuanto fueron nuestros
venerables predecesores los que formaron la nuestra, tan cristiana como
es, "engendrando a sus hijos para Jesucristo por la predicación del
Evangelio"; de humanidad, porque, ya que Dios ha permitido que fuese
nuestro país el lugar de experimentación de ideas y procedimientos que
aspiran a conquistar el mundo, quisiéramos que el daño se redujese al
ámbito de nuestra patria y se salvaran de la ruina de las demás
naciones.
2º. Naturaleza de esta
carta
Este Documento no
será la demostración de una tesis, sino la simple exposición, a grandes
líneas, de los hechos que caracterizan nuestra guerra y la dan su
fisonomía histórica. La guerra de España es producto de la pugna de
ideologías irreconciliables; en sus mismos orígenes se hallan envueltas
gravísimas cuestiones de orden moral y jurídico, religioso e histórico.
No sería difícil el desarrollo de puntos fundamentales de doctrina
aplicada a nuestro momento actual. Se ha hecho ya copiosamente, hasta
por algunos de los Hermanos que suscriben esta Carta. Pero estamos en
tiempos de positivismo calculador y frío y, especialmente cuando se
trata de hechos de tal relieve histórico como se han producido en esta
guerra, lo que se quiere - se nos ha requerido cien veces desde el
extranjero en este sentido - son hechos vivos y palpitantes que, por
afirmación o contraposición, den la verdad simple y justa.
Por esto tiene este
Escrito un carácter asertivo y categórico de orden empírico. Y ello en
sus dos aspectos: el de juicio que solidariamente formulamos sobre la
estimación legítima de los hechos; y el de afirmación "per oppositum",
con que deshacemos, con toda caridad, las afirmaciones falsas o las
interpretaciones torcidas con que haya podido falsearse la historia de
este año de vida de España.
3º. Nuestra posición
ante la guerra
Conste antes que
todo, ya que la guerra pudo preverse desde que se atacó ruda e
inconsideradamente al espíritu nacional, que el Episcopado español ha
dado, desde el año 1931, altísimos ejemplos de prudencia apostólica y
ciudadana. Ajustándose a la tradición de la Iglesia y siguiendo las
normas de la Santa Sede, se puso resueltamente al lado de los poderes
constituidos, con quienes se esforzó en colaborar para el bien común. Y
a pesar de los repetidos agravios a personas, cosas y derechos de la
Iglesia, no rompió su propósito de no alterar el régimen de concordia de
tiempo atrás establecido. "Etiam dyscolis": A los vejámenes respondimos
siempre con el ejemplo de la sumisión leal en lo que podíamos; con la
protesta grave, razonada y apostólica cuando debíamos; con la
exhortación sincera que hicimos reiteradamente a nuestro pueblo católico
a la sumisión legitima, a la oración, a la paciencia y a la paz. Y el
pueblo católico nos secundó, siendo nuestra intervención valioso factor
de concordancia nacional en momentos de honda conmoción social y
política.
Al estallar la guerra hemos lamentado el doloroso hecho, más que nadie,
porque ella es siempre un mal gravísimo, que muchas veces no compensan
bienes problemáticos, porque nuestra misión es de reconciliación y de
paz: "Et in terra pax". Desde sus comienzos hemos tenido las manos
levantados al cielo para que cese. Y el pueblo católico repetimos la
palabra de Pío XI, cuando el recelo mutuo de las grandes potencias iba a
desencadenar otra guerra sobre Europa: "Nos invocamos la paz, bendecimos
la paz, rogamos por la paz". Dios nos es testigo de los esfuerzos que
hemos hecho para aminorar los estragos que siempre son su cortejo.
Con nuestros votos de paz juntamos nuestro perdón generoso para nuestros
perseguidores y nuestros sentimientos de caridad para todos. Y decimos
sobre los campos de batalla y a nuestros hijos de uno y otro bando la
palabra del apóstol: "El Señor sabe cuánto os amamos a todos en las
entrañar de Jesucristo".
Pero la paz es la "tranquilidad del orden, divino, nacional, social e
individual, que asegura a cada cual su lugar y le da lo que le es
debido, colocando la gloria de Dios en la cumbre de todos los deberes y
haciendo derivar de su amor el servicio fraternal de todos". Y es tal la
condición humana y tal el orden de la Providencia- sin que hasta ahora
haya sido posible hallarle sustitutivo- que siendo la guerra uno de los
azotes más tremendos de la humanidad, es a veces el remedio heroico,
único, para centrar las cosas en el quicio de la justicia y volverlas al
reinado de la paz. Por esto la Iglesia, aun siendo hija del Príncipe de
la Paz, bendice los emblemas de la guerra, ha fundado las Ordenes
Militares y ha organizado Cruzadas contra los enemigos de la fe.
No es este nuestro
caso. La Iglesia no ha querido esta guerra ni la buscó, y no creemos
necesario vindicarla de la nota de beligerante con que en periódicos
extranjeros se ha censurado a la Iglesia en España. Cierto que miles de
hijos suyos, obedeciendo a los dictados de su conciencia y de su
patriotismo, y bajo su responsabilidad personal, alzaron en armas para
salvar los principios de religión y justicia cristiana que secularmente
habían informado la vida de la Nación; pero quien la acuse de haber
provocado esta guerra, o de haber conspirado para ella, y aun de no
haber hecho cuanto en su mano estuvo para evitarla, desconoce o falsea
la realidad.
Esta es la posición del Episcopado español, de la Iglesia española,
frente al hecho de la guerra actual. Se la vejó y persiguió antes de que
estallara; ha sudo víctima principal de la furia de una de las partes
contendientes; y no ha cesado de trabajar, con su plegaria, con sus
exhortaciones, con su influencia, para aminorar sus daños y abreviar los
días de prueba.
Y si hoy, colectivamente, formulamos nuestro veredicto en la cuestión
complejísima de la guerra de España, es, primero, porque, aun cuando la
guerra fuese de carácter político o social, ha sido tan grave su
represión de orden religioso, y ha aparecido tan claro, desde sus
comienzos, que una de las partes beligerantes iba a la eliminación de la
religión católica en España, que nosotros, Obispos católicos no podíamos
inhibirnos sin dejar abandonados los intereses de nuestro Señor
Jesucristo y sin incurrir el tremendo apelativo de "canes muti", con que
el Profeta censura a quienes, debiendo hablar, callan ante la
injusticia; y luego, porque la posición de la Iglesia española ante la
lucha, es decir, del Episcopado español, ha sido torcidamente
interpretada en el extranjero: mientras un político muy destacado, en
una revista católica extranjera la achaca poco menos que a la ofuscación
mental de los Arzobispos españoles, a los que califica de ancianos que
deben al régimen monárquico y que han arrastrado por razones de
disciplina y obediencia a los demás Obispos en un sentido favorable al
movimiento nacional, otros nos acusan de temerarios al exponer a las
contingencias de un régimen absorbentes y tiránico el orden espiritual
de la Iglesia, cuya libertad tenemos obligación de defender.
No; esta libertad la reclamamos ante todo, para el ejercicio de nuestro
ministerio; de ella arrancan todas las libertades que vindicamos para la
Iglesia. Y; en virtud de ella, no nos hemos atado con nadie- personas,
poderes o instituciones - aun cuando agradezcamos al amparo de quienes
han podido librarnos del enemigo que quiso perdernos, y estemos
dispuestos a colaborar, como Obispos y españoles, con quienes se
esfuercen en reinstaurar en España un régimen de paz y justicia. Ningún
poder político podrá decir que nos hayamos apartado de esta línea, en
ningún tiempo.
4º. El quinquenio que
precedió a la guerra
Afirmamos, ante
todo, que esta guerra la ha acarreado la temeridad, los errores, tal vez
la malicia o la cobardía de quien hubiesen podido evitarla gobernando la
nación según justicia.
Dejando otras causas de menor eficiencia, fueron los legisladores de
1931, y luego el poder ejecutivo del Estado con sus prácticas de
gobierno, lo que se empeñaron en torcer bruscamente la ruta de nuestra
historia en un sentido totalmente contrario a la naturaleza y exigencias
del espíritu nacional, y especialmente opuesto al sentido religioso
predominante en el país. La Constitución y las leyes laicas que
desarrollaron su espíritu fueron un ataque violento y continuado a la
conciencia nacional. Anulando los derechos de Dios y vejada la Iglesia,
quedaba nuestra sociedad enervada, en el orden legal, en lo que tiene de
más sustantivo la vida social, que es la religión. El pueblo español
que, en su mayor parte, mantenía viva la fe de sus mayores, recibió con
paciencia invicta los reiterados agravios hechos a su conciencia por
leyes inicuas; pero la temeridad de sus gobernantes había puesto en el
alma nacional, junto con el agravio, un factor de repudio y de protesta
contra un poder social que había faltado a la justicia más fundamental,
que es la que se debe a Dios y a la conciencia de los ciudadanos.
Junto con ello, la autoridad, en múltiples y graves ocasiones, resignaba
en la plebe sus poderes. Los incendios de los templos en Madrid y
provincias, en Mayo de 1931, las revueltas de Octubre de 1934,
especialmente en Cataluña y Asturias, donde reinó la anarquía durante
dos semanas; le período turbulento que corre en Febrero a Julio de 1936,
durante el cual fueron destruidas o profanadas 411 iglesias y se
cometieron cerca de 3000 atentados graves de carácter político y social,
presagiaban la ruina total de la autoridad pública, que se vio sucumbir
con frecuencia a la fuerza de poderes ocultos que mediatizaban sus
funciones.
Nuestro régimen político de libertad democrática se desquició, por
arbitrariedad del Estado y por coacción gubernamental que trastocó la
voluntad popular, constituyendo una máquina política en pugna con la
mayoría política de la nación, dándose el caso, en las últimas
elecciones parlamentarias, Febrero de 1936, de que, con más de medio
millón de votos de exceso sobre la izquierdas, obtuviesen las derechas
118 diputados menos que el Frente Popular, por haberse anulado
caprichosamente las actas de provincias enteras, viciándose así en su
origen la legitimidad del Parlamento.
Y a medida que se descomponía nuestro pueblo por la relajación de los
vínculos sociales y se desangraba nuestra economía y se alteraba sin
tino el ritmo del trabajo y se debilitaba maliciosamente la fuerza de
las instituciones de defensa social, otro pueblo poderoso, Rusia,
empalmando con los comunistas de acá, por medio del teatro y el cine,
con ritos y costumbres exóticas, por la fascinación intelectual y el
soborno material, preparaba el espíritu popular para el estallido de la
revolución, que se señalaba casi a plazo fijo.
El 27 de Febrero de 1936, a raíz del triunfo del Frente Popular, el
KOMINTERN ruso decretaba la revolución española y la financiaba con
exorbitantes cantidades. El 1º de Mayo siguiente centenares de jóvenes
postulaban públicamente en Madrid "para bombas y pistolas, pólvora y
dinamita para la próxima revolución". El 16 del mismo mes se reunía en
la Casa del Pueblo de Valencia representantes de la URSS con delegados
españoles de la III Internacional, resolviendo, en el 9º de sus
acuerdos: "Encargar a uno de los radios de Madrid, el designado con el
número 25, integrado por agentes de policía en activo, la eliminación de
los personajes políticos y militares destinados a jugar un papel de
interés en la contrarrevolución". Entre tanto, desde Madrid a las aldeas
más remotas aprendían las milicias revolucionarias la instrucción
militar y se las armaba copiosamente, hasta el punto de que, al estallar
la guerra, contaba con 150000 soldados de asalto y 100000 de
resistencia.
Os parecerá, Venerables Hermanos, impropia de un Documento episcopal la
enumeración de estos hechos. Hemos querido sustituirlo a las razones de
derecho político que pudiesen justificar un movimiento nacional de
resistencia. Sin Dios, que debe estar en el fundamento y a la cima de la
vida social; sin autoridad, a la que nada puede sustituir en sus
funciones creadoras del orden y mantenedora del derecho ciudadano; con
la fuerza material al servicio de los sin Dios ni conciencia, manejados
por agentes poderosos de orden internacional, España debía deslizarse
hacia la anarquía, que es lo contrario del bien común y de la justicia y
orden social. Aquí han venido a parar las regiones españolas en que la
revolución marxista ha seguido su curso inicial.
Estos son los hechos. Cotéjense con la doctrina de Santo Tomás sobre el
derecho a la resistencia defensiva por la fuerza y falle cada cual en
justo juicio. Nadie podrá negar que, al tiempo de estallar el conflicto,
la misma existencia del bien común, - la religión, la justicia, la paz
-, estaba gravemente comprometida; y que el conjunto de las autoridades
sociales y de los hombres prudentes que constituyen el pueblo en su
organización natural y en sus mejores elementos reconocían el público
peligro. Cuanto a la tercera condición (pf) que requiere el Angélico, de
la convicción de los hombres prudentes sobre la probabilidad del éxito,
la dejemos al juicio de la historia: los hechos, hasta ahora, no le son
contrarios.
Respondemos a un reparo, que una revista extranjera concreta al hecho de
los sacerdotes asesinados y que podría extenderse a todos los que
constituyen este inmenso transtorno social que ha sufrido España. Se
refiere a la posible de que, de no haberse producido el alzamiento, no
se hubiese alterado la paz pública: "A pesar de los desmanes de los
rojos- leemos- queda en pie la verdad que si Franco no se hubiese
alzado, los centenares o millones de sacerdotes que han sido asesinados
hubiesen conservado la vida y hubiesen continuado haciendo en las almas
la obra de Dios". No podemos suscribir esta afirmación, testigo como
somos da la situación de España al estallar el conflicto. La verdad es
lo contrario; porque es cosa documentalmente probada que en el minucioso
proyecto de la revolución marxista que se gestaba, y que habría
estallado en todo el país, si en gran parte de él no lo hubiese impedido
el movimiento cívico-militar, estaba ordenado el exterminio del clero
católico, como el de los derechistas calificados, como la sovietización
de las industrias y la implantación del comunismo. Era por Enero último
cuando un dirigente anarquista decía al mundo por radio: "Hay que decir
las cosas tal y como son, y la verdad no es otra que la de que los
militares se nos adelantaron para evitar que llegáramos a desencadenar
la revolución".
Quede, pues, asentado, como primera afirmación de este Escrito, que un
quinquenio de continuos atropellos de los súbditos españoles en el orden
religioso y social puso en gravísimo peligro la existencia misma del
bien público y produjo enorme tensión en el espíritu del pueblo español;
que estaba en la conciencia nacional que, agotados va los medios
legales, no había más recurso que el de la fuerza para sostener el orden
y la paz; que poderes extraños a la autoridad tenida por legítima
decidieron subvertir el orden constituido e implantar violentamente el
comunismo; y, por fin, que por lógica fatal de los hechos no le quedaba
a España mas que esta alternativa: o sucumbir en la embestida definitiva
del comunismo destructor, ya planeada y decretada, como ha ocurrido en
la regiones donde no triunfó el movimiento nacional, o intentar, es
esfuerzo titánico de resistencia, librarse del terrible enemigo y salvar
los principio fundamentales de su vida social y de sus características
nacionales.
5º. El alzamiento
militar y la revolución comunista
El 18 de Julio del
año pasado se realizó el alzamiento militar y estalló la guerra que aún
dura. Pero nótese, primero, que la sublevación militar no se produjo, ya
desde sus comienzos, sin colaboración con el pueblo sano, que se
incorporó en grandes masas al movimiento que, por ello, debe calificarse
de cívico-militar; y segundo, que este movimiento y la revolución
comunista son dos hechos que no pueden separarse, si se quiere enjuiciar
debidamente la naturaleza de la guerra. Coincidentes en el mismo momento
inicial del choque, marcan desde el principio la división profunda de
las dos Españas que se batirán en los campos de batalla.
Aún hay más: el movimiento no se produjo sin que los que lo iniciaron
intimaran previamente a los poderes públicos a oponerse por los recursos
legales a la revolución marxista inminente. La tentativa fue ineficaz y
estalló el conflicto, chocando las fuerzas cívico-militares, desde el
primer instante, no tanto con las fuerzas gubernamentales que intentaran
reducirlo como con la furia desencadenada de unas milicias populares
que, al amparo, por lo menos, de la pasividad gubernamental,
encuadrándose en los mandos oficiales del ejército (pf) y utilizando, a
más del que ilegítimamente poseían, el armamento de los parques del
Estado, se arrojaron como avalancha destructora contra todo lo que
constituye un sostén en la sociedad.
Esta es la característica se la reacción obrada en el campo
gubernamental contra el alzamiento cívico-militar. Es, ciertamente, un
contraataque por parte de las fuerzas fieles al Gobierno; pero es, ante
todo, una lucha en comandita con las fuerzas anárquicas que se sumaron a
ellas y que con ellas pelearán juntas hasta el fin de la guerra. Rusia,
lo sabe el mundo, se injertó en le ejercito gubernamental tomando parte
en sus mandos, y fue a fondo, aunque conservándose la apariencia del
Gobierno del Frente Popular, a la implantación del régimen comunista por
la subversión del orden social establecido. Al juzgar de la legitimidad
del movimiento nacional, no podrá prescindirse de la intervención, por
la parte contraria, de estas "milicias anárquica incontrolables" - es
palabra de un ministro del Gobierno de Madrid - cuyo poder hubiese
prevalecido sobre la nación.
Y porque Dios es el más profundo, cimiento de una sociedad bien
ordenada- lo era de la nación española- la revolución comunista, aliada
de los ejércitos del Gobierno, fue, sobre todo, antidivina. Se cerraba
así el ciclo de la legislación laica de la Constitución de 1931 con la
destrucción de cuanto era cosa de Dios. Salvamos toda intervención
personal de quienes no han militado conscientemente bajo este signo;
sólo trazamos la trayectoria general de los hechos.
Por esto se produjo en el alma una reacción de tipo religioso,
correspondiente a la acción nihilista y destructora de los sin-Dios. Y
España quedó dividida en dos grandes bandos militantes; cada uno de
ellos fue como el aglutinante de cada una de las dos tendencias
profundamente populares; y a su alrededor, y colaborando con ellos,
polarizaron, en forme de milicias voluntarias y de asistencia y
servicios de retaguardia, las fuerzas opuestas que tenían divida a la
nación.
La guerra es, pues, como un plebiscito armado. La lucha blanca de los
comicios de Febrero de 1936, en que la falta de conciencia política del
gobierno nacional dio arbitrariamente a las fuerzas revolucionarias un
triunfo que no había logrado en las urnas, se transformó, por la
contienda cívico-militar, en la lucha cruenta de un pueblo partido en
dos tendencias: la espiritual, del lado de los sublevados, que salió a
la defensa del orden, la paz social, la civilización tradicional y la
patria, y muy ostensiblemente, en un gran sector, para la defensa de la
religión; y de la otra parte, la materialista, llámese marxista,
comunista o anarquista, que quiso sustituir la vieja civilización de
España, con todos sus factores, por la novísima "civilización" de los
soviets rusos.
Las ulteriores complicaciones de la guerra no han variado más que
accidentalmente su carácter: el internacionalismo comunista ha corrido
al territorio español en ayuda del ejército y pueblo marxista; como, por
la natural exigente de la defensa y por consideraciones de carácter
internacional, han venido en ayuda de la España tradicional armas y
hombres de otros países extranjeros. Pero los núcleos nacionales (pf)
siguen igual aunque la contienda, siendo profundamente popular, haya
llegado a revestir caracteres de la lucha internacional.
Por esto observadores perspicaces han podido escribir estas palabras
sobre nuestra guerra: "Es una carrera de velocidad entre el bolchevismo
y la civilización cristiana". "Una etapa nueva y tal vez decisiva en la
lucha entablada entre la Revolución y el Orden". "Una lucha
internacional en un campo de batalla nacional; el comunismo libra en la
Península una formidable batalla, de la que depende la suerte de
Europa".
No hemos hecho más que un esbozo histórico, del que deriva esta
afirmación: El alzamiento cívico-militar fue en su origen un movimiento
nacional de defensa de los principios fundamentales de toda sociedad
civilizada; en su desarrollo, lo ha sido contra la anarquía coaligada
con las fuerzas al servicio de un gobierno que no supo o no quiso
titular aquellos principios.
Consecuencia de esta afirmación son las conclusiones siguientes:
Primera:
Que la Iglesia, a
pesar de su espíritu de paz, y de no haber querido la guerra ni haber
colaborado en ella, no podía ser indiferente en la lucha: se lo impedía
su doctrina y su espíritu el sentido de conservación y la experiencia de
Rusia. De una parte se suprimía a Dios, cuya obra a de realizar la
Iglesia en el mundo, y se causaba a la misma un daño inmenso, en
personas, cosas y derechos, como tal vez no la haya sufrido institución
alguna en la historia; de la otra, cualesquiera que fuesen los humanos
defectos, estaba el esfuerzo por la conservación del viejo espíritu,
español y cristiano.
Segunda:
La Iglesia, con
ello, no ha podido hacerse solidaria de conductas, tendencias o
intenciones que, en el presente o en lo porvenir, pudiesen
desnaturalizar la noble fisonomía del movimiento nacional, en su origen,
manifestaciones y fines.
Tercera:
Afirmamos que el
levantamiento cívico-militar ha tenido en el fondo de la conciencia
popular de un doble arraigo: el del sentido patriótico, que ha visto en
él la única manera de levantar a España y evitar su ruina definitiva; y
el sentido religioso, que lo consideró como la fuerza que debía reducir
a la impotencia a los enemigos de Dios, y como la garantía de la
continuidad de su fe y de la práctica de su religión.
Cuarta:
Hoy, por hoy, no ha
en España más esperanza para reconquistar la justicia y la paz y los
bienes que de ellas deriva, que el triunfo del movimiento nacional. Tal
vez hoy menos que en los comienzos de la guerra, porque el bando
contrario, a pesar de todos los esfuerzos de sus hombres de gobierno, no
ofrece garantías de estabilidad política y social.
6º. Caracteres de la
revolución comunista
Puesta en marcha la
revolución comunista, conviene puntualizar sus caracteres. Nos ceñimos a
las siguientes afirmaciones, que derivan del estudio de hechos
plenamente probados, muchos de los cuales constan en informaciones de
toda garantía, descriptivas y gráficas, que tenemos a la vista. Notamos
que apenas hay información debidamente autorizada más que del territorio
liberado del dominio comunista. Quedan todavía bajo las armas del
ejército rojo, en todo o parte, varias provincias; se tiene aún escaso
conocimiento de los desmanes cometidos en ellas, los más copiosos y
graves.
Enjuiciando globalmente los excesos de la revolución comunista española
afirmamos que en la historia de los pueblos occidentales no se conoce un
fenómeno igual de vesania colectiva, ni un cúmulo semejante, producido
en pocas semanas, de atentados cometidos contra los derechos
fundamentales de Dios, de la sociedad y de la persona humana. Ni sería
fácil, recogiendo los hechos análogos y ajustando sus trazos
característicos para la composición de figuras crimen, hallar en la
historia una época o un pueblo que pudieran ofrecernos tales y tantas
aberraciones. Hacemos historia, sin interpretaciones de carácter
psicológico o social, que reclamarían particular estudio. La revolución
anárquica ha sido 'excepcional en la historia'.
Añadimos que la hecatombe producida en personas y cosas por la
revolución comunista fue 'premeditada'. Poco antes de la revuelta habían
llegado de Rusia 79 agitadores especializados. La Comisión Nacional de
Unificación Marxista, por los mismos días ordenaba la constitución de
las milicias revolucionarias en todos los pueblos. La destrucción de las
iglesias, o a lo menos, de su ajuar, fue sistemática y por series. En el
breve espacio de un mes se habían inutilizado todos los templos para el
culto. Ya en 1931 la Liga Atea tenía en su programa un articulo que
decía: 'Plebiscito sobre el destino que hay que dar a las iglesias y
casas parroquiales'; y uno de los Comités provinciales daba esta norma:
'El local o locales destinados hasta ahora al culto destinarán a
almacenes colectivos, mercados públicos, bibliotecas populares, casas de
baños o higiene pública, etc.; según convenga a las necesidades de cada
pueblo'. Para la eliminación de personas destacadas que se consideraban
enemigas de la revolución se habían formado previamente las "listas
negras" . En algunas, y en primer lugar, figuraba el Obispo. De los
sacerdotes decía un jefe comunista, ante la actitud del pueblo que
quería salvar a su párroco: "Tenemos orden de quitar toda su semilla".
Prueba elocuentísima de que de la destrucción de los templos y la
matanza de los sacerdotes, en forma totalitaria fue cosa premeditada, es
su número espantoso. Aunque son prematuras las cifras, contamos unas
20.000 iglesias y capillas destruidas o totalmente saqueadas. Los
sacerdotes asesinados, contando un promedio del 40 por 100 en las
diócesis desbastadas en algunas llegan al 80 por 100 sumarán, sólo del
clero secular, unos 6.000. Se les cazó con perros, se les persiguió a
través de los montes; fueron buscados con afán en todo escondrijo. Se
les mató sin perjuicio las más de las veces, sobre la marcha, sin más
razón que su oficio social.
Fue "cruelísima" la revolución. Las formas de asesinato revistieron
caracteres de barbarie horrenda. En su número: se calculan en número
superior de 300.000 los seglares que han sucumbido asesinados, sólo por
sus ideas políticas y especialmente religiosas: en Madrid, y en los tres
meses primeros, fueron asesinados más de 22.000. Apenas hay pueblo en
que no se haya eliminado a los más destacados derechistas. Por la falta
de forma: sin acusación, sin pruebas, las más de las veces sin juicio.
Por los vejámenes: a muchos se les han amputado los miembros o se les ha
mutilado espantosamente antes de matarlos; se les han vaciados los ojos,
cortado la lengua, abierto en canal, quemado o enterrado vivos, matado a
hachazos. La crueldad máxima se ha ejercido en los ministros de Dios.
Por respeto y caridad no queremos puntualizar más.
La revolución fue "inhumana". No se ha respetado el pudor de la mujer,
ni aún la consagrada a Dios por sus votos. Se han profanado las tumbas y
cementerios. En el famoso monasterio románico de Ripoll se han destruido
los sepulcros, entre los que había el de Wifredo el Velloso,
conquistador de Cataluña, y el del Obispo Morgades, restaurador del
célebre cenobio. En Vich se ha profanado la tumba del gran Balmes y
leemos que se ha jugado al fútbol con el cráneo del gran Obispo Torras y
Bages. En Madrid y en el cementerio viejo de Huesca se han abierto
centenares de tumbas para despojar a los cadáveres del oro de sus
dientes o de sus sortijas. Algunas formas de martirio suponen la
subversión o supresión del sentido de humanidad.
La revolución fue "bárbara", en cuanto destruyó la obra de civilización
de siglos. Destruyó millares de obras de arte, muchas de ellas de fama
universal. Saqueó o incendió los archivos imposibilitando la rebusca
histórica y la prueba instrumental de los hechos jurídico y social.
Quedan centenares de telas pictóricas acuchilladas (pf), de esculturas
mutiladas, de maravillas arquitectónicas para siempre deshechas. Podemos
decir que el caudal de arte, sobre todo religioso, acumulado en siglos,
ha sido estúpidamente destrozado en unas semanas, en las regiones
dominadas por los comunistas. Hasta el Arco de Bará, en Tarragona, obra
romana que había visto veinte siglos, llevó la dinamita su acción
destructora. Las famosas colecciones de arte de la Catedral de Toledo,
del Palacio de Liria, del Museo del Prado, han sido torpemente
expoliadas. Numerosas bibliotecas han desaparecido. Ninguna guerra,
ninguna invasión bárbara, ninguna conmoción social, en ningún tiempo:
una organización sabia, puesta al servicio de un terrible propósito de
aniquilamiento, concentrado contra las cosas de Dios, y los modernos
medios de locomoción y destrucción al alcance de toda mano criminal.
Conculcó la revolución lo más elementales principios del "derecho de
gentes". Recuérdense las cárceles de Bilbao, donde fueron asesinado por
las multitudes, en forma inhumana, centenares de presos, las represalias
cometidas en los rehenes custodiados en buques y prisiones, sin más
razón que un contratiempo de guerra; los asesinatos en masa, atados los
infelices prisioneros e irrigados con el chorro de balas de las
ametralladoras; el bombardeo de ciudades indefensas, sin objetivo
militar.
La revolución fue esencialmente 'antiespañola'. La obra destructora se
realizó a los giros de "¡Viva Rusia!", a la sombra de la bandera
internacional comunista. Las inscripciones murales, la apología de
personajes forasteros, los mandos militares en manos de jefes rusos, el
expolio de la nación a favor de extranjeros, el himno internacional
comunista, son prueba sobrada del odio al espíritu nacional y al sentido
de patria.
Pero, sobre todo, la revolución fue "anticristiana". No creemos que en
la historia del Cristianismo y en el espacio de unas semanas se haya
dado explosión semejante, en todas las formas de pensamiento, de
voluntad y de pasión, del odio contra Jesucristo y su religión sagrada.
Tal ha sido el sacrilegio estrago que ha sufrido la Iglesia en España,
que el delegado de los rojos españoles enviado al Congreso de los "sin -
Dios", en Moscú, pudo decir: "España ha superado en mucho la obra de los
Soviets, por cuanto la Iglesia en España ha sido completamente
aniquilada".
Contamos los mártires por millares; su testimonio es una esperanza para
nuestra pobre patria; pero casi no hallaríamos en el Martirologio romano
una forma de martirio no usada por el comunismo, sin exceptuar la
crucifixión; y en cambio hay formas nuevas de tormento que han
consentido las sustancias y máquinas modernas.
El odio a Jesucristo y a la Virgen ha llegado al paroxismo, y en los
centenares de Crucifijos acuchillados, en las imágenes de la Virgen
bestialmente profanadas, en los pasquines de Bilbao en que se blasfemaba
sacrílegamente de la Madre de Dios, en la infame literatura de las
trincheras rojas, en que se ridiculizan los divinos misterios, en la
reiterada profanación de las Sagradas Formas, podemos adivinar el odio
del infierno encarnado en nuestros infelices comunista. "Tenía jurado
vengarme de ti" - le decía uno de ellos al Señor encerrado en el
Sagrario; y encañonado la pistola disparó contra él, diciendo: "Ríndete
a los rojos; ríndete al marxismo".
Ha sido espantosa la profanación de las sagradas reliquias: han sido
destrozados o quemados los cuerpos de San Narciso, San Pascual Bailón,
la Beata Beatriz de Silva, San Bernardo Calvó y otros. Las formas de
profanación son inverosímiles, y casi no se conciben sin subestación
diabólica. Las campanas han sido destrozadas y fundidas. El culto,
absolutamente suprimido en todo el territorio comunista, si se exceptúa
una pequeña porción del norte. Gran número de templos. Entre ellos
verdaderas joyas de arte, han sido totalmente arrasados: en esta obra
inicua se ha obligado a trabajar a pobres sacerdotes. Famosas imágenes
de veneración secular han desaparecido para siempre, destruidas o
quemadas. En muchas localidades la autoridad ha obligado a los
ciudadanos a entregar todos los objetos religiosos de su pertenencia
para destruirlos públicamente: pondérese lo que esto representa en el
orden del derecho natural, de los vínculos de familia y de la violencia
hecha a la conciencia cristiana.
Nos seguimos, venerables Hermanos, en la crítica de la actuación
comunista en nuestra patria, y dejamos a la historia la fiel narración
de los hechos en ella acontecidos. Si se nos acusaran de haber señalado
en forma tan cruda estos estigmas de nuestra revolución, nos
justificaríamos con el ejemplo de San Pablo, que no duda en vindicar con
palabras tremendas la memoria de los profetas de Israelí que tiene
durísimos calificativos para los enemigos de Dios; o con el de nuestro
Santísimo Padre que, en su Encíclica sobre el Comunismo ateo habla de
"una destrucción tan espantosa, llevada a cabo, en España, con un odio,
una barbarie y una ferocidad que no se hubiese creído posible en nuestro
siglo".
Reiteramos nuestra palabra de perdón para todos y nuestro propósito de
hacerles el bien máximo que podamos. Y cerramos este párrafo con estas
palabras del "Informe Oficial" sobre las ocurrencias de la revolución en
sus tres primeros meses: "No se culpe al pueblo español de otra cosa más
que de haber servido el instrumento para la perpetración de estos
delitos"... Este odio a la religión y a las tradiciones patrias, de las
que eran exponente y demostración tantas cosas para siempre perdidas,
'llegó de Rusia, exportando por orientales de espíritu perverso'. En
descargo de tantas víctimas, alucinadas por "doctrinas demonios",
digamos que al morir, sancionados por la ley, nuestros comunistas se han
reconciliado en su inmensa mayoría con el Dios de sus padres. En
Mallorca han muerto impenitentes sólo un dos por ciento; en las regiones
del sur no más de un veinte por ciento, y en las del norte no llegan tal
vez al diez por ciento. Es prueba del engaño de que ha sido víctima
nuestro pueblo.
7º. El movimiento
nacional: sus caracteres
Demos ahora un
esbozo del carácter del movimiento llamado "nacional". Creemos justa
esta denominación. Primero, por su espíritu; porque la nación española
estaba disociada, en su inmensa mayoría, de una situación estatal que no
supo encarnar sus profundas necesidades y aspiraciones; y el movimiento
fue aceptado como una esperanza en toda la nación; en las regiones no
liberadas sólo espera romper la coraza de las fuerzas comunistas que le
oprimen. Es también nacional por su objetivo, por cuanto tiende a salvar
y sostener para lo futuro las esencias de un pueblo organizado en un
Estado que sepa continuar dignamente su historia. Expresamos una
realidad y un anhelo general de los ciudadanos españoles; no indicamos
los medios para realizarlo.
El movimiento ha fortalecido el sentido de patria, contra el exotismo de
las fuerzas que le son contrarias. La patria implica una paternidad; es
el ambiente moral, como de una familia dilatada, en que logra el
ciudadano su desarrollo total; y el movimiento nacional ha determinado
una corriente de amor que se ha concentrado alrededor del nombre y de la
sustancia histórica de España, con aversión de los elementos forasteros
que nos acarrearon la ruina. Y como el amor patrio, cuando se ha
sobrenaturalizado por el amor de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, toca
las cumbres de la caridad cristiana, hemos visto una explosión de
verdadera caridad que ha tenido su expresión máxima en la sangre de
millares de españoles que le han dado la grito de "¡Viva España!" "¡Viva
Cristo Rey!"
Dentro del movimiento nacional se ha producido el fenómeno, maravilloso,
del martirio - verdadero martirio, como ha dicho el Papa - de millares
de españoles, sacerdotes, religiosos y seglares; y este testimonio de
sangre deberá condicionar en lo futuro, so pena de inmensa
responsabilidad política, la actuación de quienes, depuestas las armas,
hayan de construir el nuevo estado en el sosiego de la paz.
El movimiento ha garantizado el orden en el territorio por él dominado.
Contraponemos la situación de las regiones en que ha prevalecido el
movimiento nacional a las denominadas aún por los comunistas. De estas
puede decirse la palabra del Sabio: "Ubi non est gubernatur,
dissipabitur populus"; sin sacerdotes, sin templos, sin culto, sin
hambre y la miseria. En cambio, en medio del esfuerzo y del dolor
terrible de la guerra, las otras regiones viven en la tranquilidad del
orden interno, bajo la tutela de una verdadera autoridad, que es el
principio de la justicia, de la paz y del progreso que prometen la
fecundidad de la vida social. Mientras en la España marxista se vive sin
Dios, en las regiones indemnes o reconquistadas se celebra profusamente
el culto divino y pululan y florecen nuevas manifestaciones de la vida
cristiana.
Esta situación permite esperar un régimen de justicia y paz para el
futuro. No queremos aventurar ningún presagio. Nuestros males son
gravísimos. La relajación de los vínculos sociales; las costumbres de
una política corrompida; el desconocimiento de los deberes ciudadanos;
la escasa formación de una conciencia íntegramente católica; la división
espiritual en orden a la solución de nuestros grandes problemas
nacionales; la eliminación, por asesinato cruel, de millares de hombres
selectos llamados por su estado y formación a la obra de la
reconstrucción nacional; los odios y la escasez que son secuelas de toda
guerra civil; la ideología extranjera sobre el Estado, que tiende a
descuajarle la idea y de las influencias cristianas; serán dificultada
enorme para hacer una España nueva injertada en el tronco de nuestra
vieja historia y vivificada por su savia. Pero tenemos la esperanza de
que, imponiéndose con toda su fuerza el enorme sacrificio realizado,
encontraremos otra vez nuestro verdadero espíritu nacional. Entramos en
él paulatinamente por una legislación en que predomina el sentido
cristiano en la cultura, en la moral, en la justicia social y en el
honor y culto que se debe a Dios.
Quiera Dios ser en España el primer bien servido, condición esencial
para que la nación sea verdaderamente bien servida.
8º. Se responde a unos
reparos
No llenaríamos el
fin de esta Carta, Venerables Hermanos, si no respondiéramos a algunos
reparos que se nos han hecho desde el extranjero.
Se ha acusado a la Iglesia de haberse defendido contra un movimiento
popular haciéndose fuerte en sus templos y siguiéndose de aquí la
matanza de sacerdotes y la ruina de las iglesias. - Decimos que no. La
irrupción contra los templos fue súbita, casi simultánea en todas las
regiones, y coincidió con la matanza de sacerdotes. Los templos ardieron
porque eran casas de Dios, y los sacerdotes fueron sacrificados porque
eran ministros de Dios. La prueba es copiosísima. La Iglesia no ha sido
agresora. Fue la primera bienhechora del pueblo, inculcando la doctrina
y fomentando las obras de justicia social. Ha sucumbido - donde ha
dominado el comunismo anárquico - víctima inocente, pacífica, indefensa.
Nos requieren del extranjero para que digamos si es cierto que la
iglesia en España era propietaria del tercio del territorio nacional, y
que el pueblo se ha levantado para librarse de su opresión.- Es
acusación ridícula. La Iglesia no poseía más que pocas e insignificantes
parcelas, casas sacerdotales y de educación, y hasta de esto se había
útilmente incautado el Estado. Todo lo que posee la Iglesia en España no
llenaría la cuarta parte de sus necesidades, y responde a sacratísimas
obligaciones.
Se le imputa a la Iglesia la nota de temeridad y partidismo la mezclarse
en la contienda que tiene dividida a la nación.- La Iglesia se ha puesto
siempre del lado de la justicia y de la paz, y ha colaborado con los
poderes del Estado, en cualquier situación, al bien común. No se ha
atado a nadie, fuesen partidos, personas o tendencias. Situada por
encima de todos y de todo, ha cumplido sus deberes de adoctrinar y
exhortar a la caridad, sintiendo pena profunda por haber sido perseguida
y repudiada por gran número de sus hijos extraviados. Apelamos a los
copiosos escritos y hechos que abonan estas afirmaciones.
Se dice que esta guerra es de clases, y que la Iglesia se ha puesto del
lado de los ricos.- Quienes conocen sus causas y naturaleza saben que
no. Que aun reconociendo algún descuido en el cumplimiento de los
deberes de justicia y caridad, que la iglesia ha sido la primera en
urgir, las clases trabajadoras estaban fuertemente protegidas por la
ley, y la nación había entrado por el franco camino de una mejor
distribución de la riqueza. La lucha de clases es más virulenta en otros
países que en España. Precisamente en ella se ha librado de la guerra
horrible gran parte de las regiones más pobres, y se ha ensañado más
donde ha sido mayor el coeficiente de la riqueza y del bienestar del
pueblo. Ni pueden echarse en el olvido nuestra avanzada legislación
social y nuestras prósperas instituciones de beneficencia y asistencia
pública y privada, de abolengo español, y cristiano. El pueblo fue
engañado con promesas irrealizables, incompatibles no sólo con la vida
económica del país, sino con cualquier clase de vida económica
organizada. Aquí está la bienandanza de las regiones indemnes, y la
miseria, que se adueñó ya de las que han caído bajo el dominio
comunista.
La guerra de España, dice, no es más que un episodio de la lucha
universal entre la democracia y el estatismo; el triunfo del movimiento
nacional llevará a la nación a la esclavitud del Estado. La Iglesia de
España - leemos en una revista extranjera - ante el dilema de la
persecución por el Gobierno de Madrid o la servidumbre a quienes
representan tendencias políticas que nada tiene de cristiano, ha optado
por la servidumbre.- No es éste el dilema que se ha planteado a la
Iglesia en nuestro país, sino éste: La iglesia, antes de perecer
totalmente en manos del comunismo, como ha ocurrido en las regiones por
él dominadas, se siente amparada por un poder que hasta ahora ha
garantizado los principios fundamentales de toda sociedad, sin
miramiento ninguno a sus tendencias políticas.
Cuanto a lo futuro, no podemos predecir lo que ocurrirá al final de la
lucha. Si que afirmamos que la guerra no se ha emprendido para levantar
un Estado autócrata sobre una nación humillada, sino para que resurja el
espíritu nacional con la pujanza y la libertad cristiana de los tiempos
viejos. Confiamos en la prudencia de los hombres de gobierno, que no
querrán aceptar moldes extranjeros para la configuración del Estado
español futuro, sino que tendrán en cuenta las exigencias de la vida
íntima nacional y la trayectoria marcada por los siglos pasados. Toda
sociedad bien ordenada basa sobre principios profundos y de ellos vive,
no de aportaciones adjetivas y extrañas, discordes con el espíritu
nacional. La vida es más fuerte que lo programas, y un gobernante
prudente no impondrá un programa que violente las fuerzas íntimas de la
nación. Seríamos los primeros en lamentar que la autocracia
irresponsable de un parlamento fuese sustituida por la más terrible de
una dictadura desarraigada de la nación. Abrigamos la esperanza legítima
de que no será así. Precisamente lo que ha salvado a España en el
gravísimo momento actual ha sido la persistencia de los principios
seculares que han informado nuestra vida y el hecho de que un gran
sector de la nación se alzara para defenderlos. Sería un error quebrar
la trayectoria espiritual del país, y no es de creer que se caiga en él.
Se imputan a los dirigentes del movimiento nacional crímenes semejantes
a los cometidos por los del Frente Popular. "El ejército blanco, leemos
en acreditada revista católica extranjera, recurre a medios
injustificado, contra los que debemos protestar... El conjunto de
informaciones que tenemos indica que el terror blanco reina en la España
nacionalista con todo el horror que representan casi todos los terrores
revolucionarios... Los resultados obtenidos parecen despreciables al
lado del desarrollo de crueldad metódicamente organizada de que hacen
prueba las tropas". - El respetable articulista está malísimamente
informado. Tiene toda guerra sus excesos; los habrá tenido, sin duda, el
movimiento nacional; nadie se defiende con total serenidad de las cosas
arremetidas de un enemigo sin entrañas. Reprobando en nombre de la
justicia y de la caridad cristianas todo exceso que se hubiese cometido,
por error o por gente subalterna y que metódicamente ha abultado la
información extranjera, decimos que el juicio que rectificamos no
responde a la verdad, y afirmamos que va una distancia enorme,
infranqueable, y entre los principios de justicia, de su administración
y de la forma de aplicarla entre una y otra parte. Más bien diríamos que
la justicia del Frente Popular ha sido una historia horrible de
atropellos a la justicia, contra Dios, la sociedad y los hombres. No
puede haber justicia cuando se elimina a Dios, principio de toda
justicia. Matar por matar, destruir por destruir; expoliar al adversario
no beligerante, como principio de actuación cívica y militar, he aquí lo
que se puede afirmar de los unos con razón y no se puede imputar a los
otros sin injusticia.
Dos palabras sobre le problema de nacionalismo vasco, tan desconocido y
falseado y del que se ha hecho arma contra el movimiento nacional.- Toda
nuestra admiración por las virtudes cívicas y religiosas de nuestros
hermanos vascos. Toda nuestra caridad por la gran desgracia que les
aflige, que consideramos nuestra, porque es de la patria. Toda nuestra
pena por la ofuscación que han sufrido sus dirigentes en un momento
grave de su historia. Pero toda nuestra reprobación por haber desoído la
voz de la Iglesia y tener realidad en ellos las palabras del Papa en su
Encíclica sobre el comunismo: "Los agentes de destrucción, que no son
tan numerosos, aprovechándose de estas discordias (lo de los católicos),
las hacen más estridentes, y acaban por lanzar a la lucha a los
católicos los unos a los otros. - "Los que trabajando por aumentar las
disensiones entre católicos toman sobre sí una terrible responsabilidad,
ante Dios y ante la Iglesia". - "El comunismo es intrínsecamente
perverso, y no se puede admitir que colaboren con él, en ningún terreno,
los que quieren salvar la civilización cristiana". - "Cuanto las
regiones, donde el comunismo consigue penetrar, más se distingan por la
antigüedad y grandeza de su civilización cristiana, tanto más devastador
se manifestará allí el odio de los 'sin - Dios'".
En una revista extranjera de gran circulación se afirma que el pueblo se
ha separado en España del sacerdote porque éste se recluta en la clase
señoril; y que no quiere bautizar a sus hijos por los crecidos derechos
de administración del Sacramento.- A lo primero respondemos que las
vocaciones en los distintos Seminarios de España están reclutados en la
siguiente forma: Número total de seminaristas en 1935: 7401; nobles, 6;
ricos, con un capital superior de 10.000 pesetas, 115; pobres, o casi
pobres, 7280. A lo segundo, que antes del cambio de régimen no llegaban
los hijos de padres católicos no bautizados al uno por diez miel; el
arancel es modicísimo, y nulo para los pobres.
9º. Conclusión
Cerramos,
Venerables Hermanos, esta ya larga Carta rogándonos nos ayudéis a
lamentar la gran catástrofe nacional de España, en que se han perdido,
con la justicia y la paz, fundamento del bien común y de aquella vida
virtuosa de la Ciudad de que nos habla el Angélicos, tantos valores de
civilización y de vida cristiana. El olvido de la verdad y de la virtud,
en el orden político, económico y social, nos ha acarreado esta
desgracia colectiva. Hemos sido mal gobernados, porque, como dice Santo
Tomás, Dios hace reinar le hombre hipócrita por causa de los pecados del
pueblo.
A vuestra piedad, añadid la caridad de vuestras oraciones y las de
vuestros fieles; para que aprendamos la lección del castigo con que Dios
nos ha probado: para que se reconstruya pronto nuestra patria y pueda
llenar sus destinos futuros , de que son presagio los que ha cumplido en
siglos anteriores; para que se contenga , con el esfuerzo y las
oraciones de todos, esta inundación de comunismo que tiende a anular al
Espíritu de Dios y al espíritu hombre, únicos polos que han sostenido
las civilizaciones que fueron.
Y completad vuestra obra con la caridad de la verdad sobre las cosas de
España. "Non est addenda afflictio afflictis"; a la pena por lo que
sufrimos se ha añadido la de no haberse comprendido nuestros
sufrimientos. Más, la de aumentarlos con la mentira, con la insidia, con
la interpretación torcida de los hechos. No se nos ha hechos siquiera el
honor de considerarnos víctimas. La razón y la justicia se han pesado en
lamisca balanza que la sinrazón u la injusticia, tal vez la mayor que
han visto los siglos. Se ha dado el mismo crédito al periódico
asalariado, al folleto procaz o al escrito del español prevaricador, que
ha arrastrado por el mundo con vilipendio el nombre de su madre patria,
que a la voz de los Prelados, al concienzudo estudio del moralista o a
la relación auténtica del cúmulo de hechos que son afrenta de la humana
historia. Ayudadnos a difundir la verdad. Sus derechos sin
imprescriptibles, sobre todo cuando se trata del honor de un pueblo, de
los prestigios de la Iglesia, de la salvación del mundo. Ayudadnos con
la divulgación del contenido de estas Letras, vigilando la prensa y la
propaganda católica, rectificando los errores de la indiferente o
adversa. El hombre enemigo ha sembrado copiosamente la cizaña: ayudadnos
a sembrar profusamente la buena semilla.
Consentidnos una declaración última. Dios sabe que amamos en las
entrañas de Cristo y perdonamos de todo corazón a cuantos, sin saber lo
que hacían, han inferido daño gravísimo a la Iglesia y a la Patria. Son
hijos nuestros. Invocamos ante Dios y a favor de ellos los méritos de
nuestros mártires, de los diez Obispos y de los miles de sacerdotes y
católicos que murieron perdonándoles, así como el dolor, como de mar
profundo, que sufre nuestra España. Rogad para que en nuestra patria se
extingan los odios, se acerquen las almas y volvamos a ser todos unos en
los vínculos de la caridad. Acordaos de nuestros Obispos asesinados, de
tantos millares de sacerdotes, religiosos y seglares selectos que
sucumbieron sólo porque las milicias escogida de Cristo; y pedid al
Señor que dé fecundidad a su sangre generosa. De ninguno de ellos se
sabe que claudicara en la hora del martirio; por millares dieron
altísimos ejemplos de heroísmo. Es gloria inmarcesible de nuestra
España. Ayudadnos a orar, y sobre nuestra tierra, regada hoy con sangre
de hermanos, brillará otra vez el iris de la paz cristiana y se
reconstruirán a la par nuestra Iglesia, tan gloriosa, y nuestra Patria,
tan fecunda.
Y que la paz del Señor sea con todos nosotros, ya que nos ha llamado a
todos a la gran obra de la paz universal, que es el establecimiento del
Reino de Dios en el mundo por la edificación del Cuerpo de Cristo, que
es la Iglesia, de la que nos ha constituido Obispos y Pastores.
Os escribimos desde España, haciendo memoria de los Hermanos difuntos y
ausentes de la patria, en la fiesta de la Preciosísima Sangre de Nuestro
Señor Jesucristo, 1º de Julio de 1937
ISIDRO, Card. GOMÁ Y TOMÁS, Arzobispo de Toledo; EUSTAQUIO, Card.
ILUNDAIN Y ESTEBAN, Arzobispo de Sevilla; PRUDENDIO, Arzobispo de
Valencia; MANUEL, Arzobispo de Burgos; RIGOBERTO, Arzobispo de Zaragoza;
TOMAS, Arzobispo de Santiago; AGUSTIN, Arzobispo de Granada,
Administrador Apostólico de Almería, Guadix y Jaén; ADOLFO, Obispo de
Córdoba, Administrador Apostólico del Obispado Priorato de Ciudad Real;
JOSÉ, Arzobispo-Obispo de Mallorca; LEOPOLDO, Obispo de Madrid-Alcalá;
MANUEL, Obispo de Palencia; ENRIQUE, Obispo de Salamanca; VALENTIN,
Obispo de Solsona; JUSTINO, Obispo de Urgel; MIGUEL DE LOS SANTOS,
Obispo de Cartagena; FIDEL, Obispo de Calahorra; FLORENCIO, Obispo de
Orense; RAFAEL, Obispo de Lugo; FELIX, Obispo de Tortosa; FR. ALBINO,
Obispo de Tenerife; JUAN, Obispo de Jaca; JUAN, Obispo de Vich; NICANOR,
Obispo de Tarazona, Administrador Apostólico de Tudela; JOSÉ, Obispo de
Santander; FELICIANO, Obispo de Plasencia; ANTONIO, Obispo de Quersoneso
de Creta, Administrador Apostólico de Ibiza; LUCIANO, Obispo de Segovia;
MANUEL, Obispo de Zamora; MANUEL, Obispo de Curio, Administrador
Apostólico de Ciudad Rodrigo; LINO, Obispo de Huesca; ANTONIO, Obispo de
Tuy; JOSÉ MARIA, Obispo de Badajoz; JOSÉ, Obispo de Gerona; JUSTO,
Obispo de Oviedo; FR. FRANCISCO, Obispo de Coria; BENAJAMIN, Obispo de
Mondoñedo; TOMÁS, Obispo de Osma; FR. ANSELMO, Obispo de
Teruel-Albarracín; SANTOS, Obispo de Avila; BALBINO, Obispo de Málaga;
MARCELINO, Obispo de Pamplona; ANTONIO, Obispo de Canarias; HILARIO
YABEN. Vicario Capitular de Sigüenza; EUGENIO DOMAICA, Vicario Capitular
de Cádiz; EMILIO F. GARCÍA, Vicario Capitular de Ceuta; FERNANDO
ALVAREZ, Vicario Capitular de León; JOSÉ ZURITA, Vicario Capitular de
Valladolid.
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