El Martirio supremo testimonio de la vida
cristiana

Los primeros siglos de la Iglesia el culto de los santos comienza con la
veneración de los mártires y de sus restos mortales, conservados
ordinariamente en las catacumbas. Más tarde, sobre todo a partir del
“giro costantiniano” y de la paz de la Iglesia (313 d.C.), en las
comunidades cristianas se afianza también el culto de los santos monjes
y de los obispos santos. Cuando cesan las persecuciones, al “martirio de
la sangre” le sucede el llamado “martirio de la conciencia” (o “en el
secreto del corazón”), que era propio de quien se entregaba más
radicalmente a la imitación y seguimiento de Jesús.
Es interesante notar que – ya a partir del siglo segundo y hasta
nuestros días – el término “mártir” (en griego martys, que
significa testigo, y que, por tanto, podría valer para todos los
cristianos) se refiere sólo al fiel que ha derramado su sangre (effuso
sanguine) por su fe en Jesucristo (in odium fidei). Por eso
al “simple” testigo de la fe, que no ha sufrido la persecución cruenta,
se le aplican otros términos, especialmente el de “confesor”.
Esta sencilla explicación terminológica sostiene y valora la
consecuencia que queremos sacar: desde siempre, en la Iglesia, el
“supremo testimonio” de la fe es el del que – como el Señor Jesús
– ha dado su vida para que el mal y la muerte fuesen vencidas.
Enrico dal Covolo
Desde los orígenes de la
Iglesia...
A lo largo de los siglos, el mártir cristiano revive en su carne el duelo entre
la muerte y la vida: el mártir muere con el Rey de la vida, y junto a él reina y
vive para siempre. Los sufrimientos y la muerte de los mártires son la
manifestación más evidente de la fuerza de la resurrección, porque, ante todo,
Jesucristo celebra en los mártires su Pascua y sigue venciendo a la
muerte.
En toda la historia y hasta hoy, los mártires han despertado en la gente
actitudes contrapuestas, que van desde el desprecio a la admiración. Hay quien–
a partir de Tácito – los considera fanáticos o locos; y hay quien – como,
por ejemplo, san Justino (+ ca. 167) – queda tan impactado por su
“intrépido testimonio frente a la muerte”, que lo consideran como un “signo de
lo alto”, un verdadero milagro.
Toda la vida de Orígenes (+ 254), uno de los más grandes teólogos de la
Iglesia, está marcada por una ardiente aspiración al martirio: “Si Dios me
concediese lavarme en mi propia sangre”, confiesa este gran alejandrino en una
célebre homilía, “me alejaría seguro de este mundo … Pero son felices los que
merecen estas cosas” (Sobre el Libro de los Jueces 7,2).
Como se puede ver en este testimonio, desde los orígenes de la Iglesia
se ve el martirio como una gracia de Dios, mucho más que como un mérito
del ser humano. San Agustín (+ 430), para evitar las
exageraciones de los cristianos que, como los donatistas, iban
espontáneamente al encuentro del martirio cruento, nos ha dejado una
máxima lapidaria: Non poena, sed causa, facit martyres. No es la
pena en sí, es decir, la muerte física, sino la causa – es decir, la
suprema imitación y el seguimiento radical de Cristo – lo que
hace al mártir.
… hasta hoy
Hace pocos años, en el corazón del gran Jubileo, Juan Pablo II
quiso celebrar una solemne conmemoración de los “mártires del siglo XX”,
en el significativo marco del Coliseo. Era el 7 de mayo del 2000.
En aquella ocasión el Papa quiso delinear con palabras incisivas una
verdadera “teología del martirio”, que – remontándose a la experiencia
cristiana de los orígenes – supera los siglos y permanece como la clave
de lectura más a propósito para releer y comprender a fondo el
significado del martirio en el “hoy” de la Iglesia y de la historia.
“La experiencia de los mártires y de los testigos de la fe”, dijo
entonces Juan Pablo II, “no es característica sólo de la Iglesia
de los comienzos, sino que define cada época de su historia. En el siglo
XX, además, tal vez aún más que en el primer período del cristianismo,
fueron muchísimos los que testimoniaron la fe con sufrimientos a veces
heroicos. ¡Cuántos cristianos, en todos los continentes, durante el
siglo XIX, para pagar su amor a Cristo, llegaron a derramar su
sangre!”.
En efecto, según los datos de la Agencia Fides, el cuadro que resume la
década 1990-2000 presenta un total de 604 misioneros asesinados. La
misma Agencia informa de que en los años 2001-2006 el total de los
pastores de la fe asesinados ha sido de 152.
Estas personas, proseguía el Papa, “han sufrido formas de persecución
antiguas y nuevas, han experimentado el odio y la exclusión, la
violencia y el asesinato. Muchos países de vieja tradición cristiana han
vuelto a ser tierras en las que la fidelidad al Evangelio ha costado un
precio muy alto”.
“La generación a la que pertenezco”, continuaba Juan Pablo II,
abriendo una breve referencia autobiográfica, “ha conocido el horror de
la guerra, los campos de concentración, la persecución… Soy testigo yo
mismo, en los años de mi juventud, de mucho dolor y muchas pruebas. Mi
sacerdocio, desde el principio, se vio teñido con el sacrificio de
muchos hombres y muchas mujeres de mi generación... ¡Y fueron tantos! Su
memoria no se puede perder; más aún, debe recuperarse de forma
documentada. Los nombres de muchos son desconocidos; los nombres de
algunos los hundieron en el fango sus perseguidores, que pretendieron
añadir al martirio la ignominia; los nombres de otros los ocultaron los
verdugos. Pero los cristianos conservan el recuerdo de una gran parte de
ellos … Muchos se resistieron a doblegarse en el culto a los ídolos del
siglo XX, y fueron sacrificados por el comunismo, el nazismo, la
idolatría del Estado y de la raza”
Juan Pablo II recordaba después la “paradoja” característica del
Evangelio, en el que el martirio cristiano ahonda sus profundas raíces:
“El que ama su vida la pierde, y el que odia su vida en este mundo la
conservará para la vida eterna” (Juan 12,25), y explicaba que los
mártires “no tuvieron en cuenta su propio provecho, su bienestar y su
supervivencia como valores más grandes que la fidelidad al Evangelio.
Aun en su debilidad opusieron firme resistencia al mal. En su fragilidad
brilló la fuerza de la fe y de la gracia del Señor”.
Es decisiva también la conclusión del mismo discurso, que permite a todo
creyente, así como a todas las personas de buena voluntad, captar los
motivos por los que hoy celebramos la memoria de los santos mártires: su
herencia, decía Juan Pablo II, “habla con una voz más alta que
los factores que dividen … Si nos sentimos orgullosos de esta herencia
no es por espíritu de clase, y menos por deseo de reivindicación ante
los perseguidores, sino para que aparezca clara la extraordinaria fuerza
de Dios, que ha seguido actuando en todos los tiempos y bajo todos los
cielos. Lo hacemos también nosotros, siguiendo el ejemplo de tantos
testigos asesinados mientras pedían por sus
perseguidores”.
Enrique
Saiz y compañeros
Esta
es la perspectiva más correcta, en la que se debe situar la
beatificación de don Enrique Saiz Aparicio y de sus 62
compañeros.
Como se sabe, se trata de un numeroso grupo de mártires pertenecientes a
la Familia Salesiana española, víctimas de la persecución religiosa
durante la Guerra Civil española (1936-1937).
Originariamente se trataba de dos causas de martirio distintas,
instruidas respectivamente en las diócesis de Madrid (“Enrique Saiz
Aparicio y 41 compañeros”) y de Sevilla (“Antonio Torrero Luque
y 20 compañeros”). Pero ya en 1985 las dos causas se unieron según
la fórmula actual: “Enrique Saiz Aparicio y 62 compañeros”.
Llega así a su final el largo y complejo proceso, que sucede al que el
11 de marzo de 2001 condujo a la beatificación de don José Calasanz
Marqués y de sus 31 compañeros (los mártires salesianos de la,
entonces, Inspectoría Céltica, actuales de Valencia y Barcelona).
A
estas hermanas y hermanos nuestros en la fe – que se sitúan en la estela
luminosa de los “protomártires salesianos” Luis Versiglia y
Calixto Caravario, canonizados el año del gran Jubileo – les podemos
aplicar con todo derecho la conclusión del histórico discurso del 7 de
mayo del 2000, que hemos citado ya ampliamente: “Que quede viva -pedía
conmovido el siervo de Dios Juan Pablo II-, en el siglo y en el
milenio apenas comenzados, la memoria de estas hermanas y hermanos
nuestros. ¡Más aún, que crezca! ¡Que se transmita de generación en
generación, para que de ella germine una profunda renovación cristiana!
¡Que se custodie como un tesoro de excelso valor para los cristianos del
nuevo milenio, y sea la levadura para alcanzar la plena comunión de
todos los discípulos de Cristo!”
(Del Boletín Salesiano, Junio 2007) |