EL MARTIRIO DEL OBISPO FLORENTINO ASENSIO
En la noche del 8 de agosto, el Obispo de Barbastro, D. Florentino Asensio,
fue citado, una vez más, a comparecer ante el Comité; pero no a la salita de
visitas del colegio de los Escolapios, donde vivía, sino al ayuntamiento, al
rastrillo o sala de visitas de la cárcel popular. Al comunicarle la variación,
el P. Rector presintió lo peor. El Obispo, aunque ya se había confesado otras
veces, pidió de nuevo la absolución.
SALVAJEMENTE ASESINADO. Lo amarraron codo con codo a otro hombre mucho más alto
y recio, y los condujeron a los dos, después de varias horas de calabozo, al
rastrillo. Entre frases groseras e insultantes, un tal Héctor M., oculista, de
mala entraña, Santiago F., el Codina, y Antonio R., el Marta, se acercaron al
Obispo. El Obispo estaba mudo y rezando. Santiago F. le dijo a un tal Alfonso
G., analfabeto: «¿No decías que tenías ganas de comer co... de Obispo? Ahora
tienes la ocasión». Alfonso G. no se lo pensó dos veces: sacó una navaja de
carnicero; y allí, fríamente, le cortó en vivo los testículos. Saltaron dos
chorros de sangre que enrojecieron las piernas del prelado y empaparon las
baldosas del pavimento, hasta encharcarlas. El Obispo palideció, pero no se
inmutó. Ahogó un grito de dolor y musitó una oración al Señor de las cinco
tremendas llagas.
En el suelo había un ejemplar de Solidaridad Obrera, donde Alfonso G. recogió
los despojos; se los puso en el bolsillo y los fue mostrando, como un trofeo,
por bares de Barbastro. Le cosieron la herida de cualquier manera, con hilo de
esparto, como a un pobre caballo destripado. Los testigos garantizan que aquel
guiñapo de hombre, el Obispo de Barbastro, se habría derrumbado de dolor sobre
el pavimento si no hubiera estado atado al codo de su compañero, que se mantuvo
y lo mantuvo en pie, aterrado y mudo.
El Obispo, abrasado de dolor, fue empujado a la plazuela, sin
consideración alguna, y conducido al camión de la muerte. «Le obligaron a ir por
su propio pie, chorreando sangre». Ante los ojos de los hombres, era un pobre
perro escarnecido. Ante los ojos de Dios y de los creyentes, era la imagen
ensangrentada y bellísima de un nuevo mártir, en el trance supremo de su
inmolación: completaba en su cuerpo lo que le faltaba a la pasión de Cristo.
El heroico prelado, que el día anterior, el 8 de agosto, había terminado
una novena al Corazón de Jesús, iba diciendo en voz alta: -¡Qué noche más
hermosa ésta para mí: voy a la casa del Señor! José Subías, de Salas Bajas, el
único sobreviviente de aquellas primeras cárceles de Barbastro, oyó comentar a
los mismos ejecutores: -Se ve que no sabe a dónde lo llevamos. -Me lleváis a la
gloria. Yo os perdono. En el cielo rogaré por vosotros...
-Anda, tocino, date prisa -le decían. y él: -No, si por más que me
hagáis, yo os he de perdonar. Uno de los anarquistas le golpeó la boca con un
ladrillo, y le dijo: «Toma la comunión». Extenuado, llegó al lugar de la
ejecución, que fue el cementerio de Barbastro.
Al recibir la descarga, los milicianos le oyeron decir: «Señor,
compadécete de mí». Pero el Obispo no murió aún. Lo arrojaron sobre un montón de
cadáveres, y después de una hora o dos de agonía atroz, lo remataron de un tiro.
«No le dieron el tiro de gracia al principio, -dice Mompel- sino que lo dejaron
morir desangrándose, para que sufriera más». Sabemos, por otras fuentes, que «la
agonía le arrancaba lamentos». Se le oía decir: «Dios mío, abridme pronto las
puertas del cielo». Varios milicianos le oyeron musitar, también: «Señor, no
retardéis el momento de mi muerte: dadme fuerzas para resistir hasta el último
momento». Y repetía muchas veces «lo de su sangre y el perdón de los demás».
Otro testigo le oyó que «ofrecía su sangre por la salvación de su diócesis».
Después de muerto, Mariano C. A. y el Peir lo desnudaron; y El Enterrador le dio
a Mariano C. A. los pantalones, que se puso dos días después, «porque estaban en
buen uso»; y a José C. S. El Garrilla le dio los zapatos. «Los llevé hasta que
se me rompieron», declaró él mismo después de la guerra, antes de ser ejecutado.
Durante varios años se pudieron ver las baldosas ensangrentadas del rastrillo,
testigos mudos de aquella salvajada.
“MÁRTIRES CLARETIANOS DE BARBASTRO”, del
P. Gabriel Campos Villegas, c.m.f