Mártires en vida dan testimonio ante Francisco
Tres mártires en vida abrieron su corazón al Papa Francisco durante el encuentro con los sacerdotes, religiosas, religiosos y seminaristas en la catedral de Sarajevo. Tres testimonios, escogidos por el arzobispo de la capital, el cardenal Vinko Puljic, para mostrar el Vía Crucis que vivió esta Iglesia durante la guerra.
El más impactante fue el de Ljubica Sekerija, religiosa de las Hijas de la Divina Caridad, quien fue secuestrada en 1993 por fundamentalistas islámicos, «milicianos extranjeros», como ella los definió, que vinieron a combatir la guerra en Bosnia-Herzegovina con el objetivo de imponer un país musulmán en Europa.
Cuando fue apresada, junto al párroco, Vinko Vidakovic, prestaba servicio en un sanatorio civil del territorio de Travnik, en Bosnia central, que acogía a pacientes de diferentes confesiones, en particular musulmanes. «Los ciudadanos de Travnik se congregaron alrededor del camión, mofándose de mí, y aplaudiendo a los milicianos armados», recordó la religiosa.
Tras ser cargados en el camión, el sacerdote y la religiosa fueron llevados hasta una casa, en la que fueron encerrados. «Nos quitaron las vendas de los ojos y nuestros objetos personales. En el bolsillo llevaba el rosario. Los milicianos ordenaron a don Vinko que lo pisoteara. Él se negó. Uno de ellos, desenvainando una espada, amenazó con degollarme si el sacerdote no pisaba el rosario».
«Entonces le dije: Don Vinko, déjeles que me maten, pero, por amor de Dios, ¡no se le ocurra pisar nuestro objeto sagrado!»
La religiosa recordó las continuas provocaciones y humillaciones, los insultos obscenos, las patadas, los golpes. «En aquellos momentos difíciles, don Vinko nos dijo en voz baja: No tengáis miedo, os he dado la absolución a todos. ¡Ahora estamos listos para morir en paz!»
«Aquella noche nos pegaron a todos», recuerda la monja. «De repente, sentí el fusil en mi frente y escuché una voz que me ordenaba confesar el Islam como única religión. Estaba aterrorizada, pero permanecía callada. Pensé que había llegado el momento de mi muerte».
Sor Ljubica pudo contar todo esto al Papa, porque otro miliciano la liberó, comprendiendo probablemente la demencia de esa situación.
Otro de los tres testimonios fue rememorado por don Zvonimir Matijevic, sacerdote de Banja Luka. En plena guerra, recordó, «muchos me sugirieron que escapara, pero yo no quise dejar solos a mis parroquianos. Lo mismo hicieron casi todos los sacerdotes de mi diócesis, entre los cuales ocho fueron asesinados, o murieron como consecuencia de las torturas».
«El Domingo de Romos, el 12 de abril de 1992, después de la misa, los soldados me capturaron y me llevaron a la ciudad de Knin, en la cercana Croacia. Me golpearon en repetidas ocasiones hasta el punto de perder el conocimiento a causa del dolor. Trataron de hacerme declarar en público, ante la televisión, que era un criminal de guerra y que los sacerdotes son criminales y que educan criminales».
Don Zvonimir decidió aceptar la muerte con tal de no hacer esa declaración. Hoy su cuerpo está martirizado por la esclerosis múltiple, fruto de aquellas torturas. Al final del testimonio, el Papa abrazó al sacerdote. Un abrazo largo que se ha convertido en el momento más emotivo de este viaje.
También se conmovió el fraile franciscano Jozo Puskaric al ser abrazado por el Papa. «El 14 de mayo de 1992, policías serbios llegaron a la casa parroquial y me llevaron al campo de concentración, junto a muchos de mis parroquianos, a pesar de que no habíamos hecho nada malo».
La parroquia, en Bosanski Samac, se ha quedado sin población y la mayoría de las casas destruidas. Fray Puskaric, que entonces tenía 40 años, pasó cuatro meses en el campo de concentración: 120 días que fueron como 120 años, o más.
«¡Vivimos en condiciones infrahumanas! Durante todo el tiempo, sufrimos de hambre y sed; en todos esos días y noches, vivimos sin las condiciones higiénicas elementales, sin podernos lavar, afeitarnos, cortarnos el pelo. Cada día éramos maltratados físicamente, nos pegaban, nos sometían a torturas con diferentes objetos, con las manos y con los pies. Me rompieron, entre otras cosas, tres costillas».
Ante estos testimonios, el Papa no pudo leer el discurso que había preparado. Prefirió pronunciar las palabras que le salían del corazón. «No tenéis ningún derecho a olvidar vuestra historia. No para vengaros, sino para hacer la paz. No para mirar [estos testimonios] como una cosa extraña, sino para amar como ellos han amado. En vuestra sangre, en vuestra vocación, está la vocación, está la sangre de estos tres mártires».
Y concluyó: «Algunas palabras se me han quedado grabadas en el corazón. Una, repetida: perdón. Un hombre, una mujer que se consagra al servicio del Señor y no sabe perdonar, no sirve».
J. C. Roma