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RECORDANDO A LA BEATA CARMEN VIEL RODOLFO VARGAS RUBIO

En julio se cumplieron 75 años desde el comienzo de aquel verano ardiente de 1936, cuando en España se desató la etapa más cruel y sangrienta de la persecución religiosa que venía teniendo lugar sistemáticamente desde 1931, bajo la Segunda República. Porque a todo lo largo de ese período de vorágine política no faltaron estallidos de furia anticatólica, que se tradujeron en quemas de iglesias y conventos, maltrato y hasta asesinato de sacerdotes y religiosos, destrucción de ingente patrimonio artístico y cultural por el solo hecho de su carácter religioso. Un ensayo general a escala local de lo que sería la gran oleada persecutoria que inundaría media España algún tiempo después lo constituyó la Revolución de Asturias de 1934, aquella intentona de los socialistas y comunistas de tomar el poder por la fuerza al no resignarse a la victoria limpia y legal de las derechas en las elecciones del año anterior (dicho sea de paso, fue ese golpe de Estado frustrado y no el Alzamiento del 18 de Julio lo que condenó irremisiblemente y acabó por dar al traste con la República).

 

Se ha dicho más de una vez que la Iglesia Católica había dado pábulo a sus enemigos para que se cebaran contra ella en aquella década tan decisiva de los años Treinta del siglo pasado. Ello es ignorar los hechos. En primer lugar, el advenimiento de la República fue recibido por los católicos serenamente. Bien es cierto que había obispos afectos a la Monarquía que acababa de caer (el más destacado fue el Cardenal Segura, entonces arzobispo-primado de Toledo), pero la jerarquía española recordó que la Iglesia no aprueba, como cuestión de principio, ninguna forma de gobierno más que otra, sino que apoya a cualquiera que cumpla con el deber esencial del Estado, cual es el de procurar el bien común. Los católicos fueron libres de participar activamente en política ocupando cargos y puestos bajo la República, cuyo primer presidente, Niceto Alcalá Zamora, era practicante. Así pues, la acusación de hostilidad hacia el nuevo régimen por nostalgia y apego al anterior, bajo el cual se habría sentido más cómoda la Iglesia no se ajusta en modo alguno a la verdad.

 

En segundo lugar, lejos de observar una actitud provocadora o desafiante, la Iglesia Católica se mostró prudente, a veces hasta en exceso frente a un Estado agresivo e intolerante. La actitud del Nuncio Apostólico, Mons. Federico Tedeschini (más tarde cardenal) fue juzgada demasiado apaciguadora y condescendiente con un poder político que no demostraba consideración hacia la religión mayoritaria de España. Idéntica postura fue la observada por el Cardenal catalán Vidal i Barraquer. Es más: se sacrificó a los prelados más valientes –el Cardenal Segura y el obispo Múgica de Vitoria– por bien de paz, que se demostró al final ser completamente ilusorio. A pesar de la Carta de los Metropolitanos de 1931 y de la Pastoral Colectiva del Episcopado Español de 1932, los Obispos se mantuvieron por lo general en un silencio expectante, que fue funesto para los católicos, que esperaban de ellos una guía para la acción y se vieron en consecuencia desorientados, sin saber cómo proceder y dejándose ganar el terreno por los sindiós. La Acción Católica, que habría podido ser una fuerza determinante y disuasoria a la hora de enfrentarse a las políticas antirreligiosas del gobierno como correa de transmisión de las directivas del episcopado, adolecía de falta de organización y de empuje y quedó completamente neutralizada. No hubo, pues, una fuerte y concertada oposición católica a los desmanes de los sectarios y la Iglesia acabó yendo como oveja al matadero.

 

Otro mito a destruir es el de que la Iglesia española se negara a perder su situación de privilegio y de grandes riquezas y que se hallara alejada de las clases populares. A todo lo largo del siglo XIX fue ella precisamente a cuyas expensas mayormente se produjeron los cambios políticos que convulsionaron a España. Después de la Revolución de 1789 ya nada fue igual en Europa y el liberalismo burgués se impuso sin respeto alguno por tronos y altares. La Iglesia aquí no fue ya ni sombra de lo que fue bajo los Austrias, que es cuando mayor esplendor e influencia alcanzó (y aun así habría que discutir si su estatus bajo el régimen de Regio Patronato, es decir, prácticamente infeudada a la Corona, era lo ideal desde el punto de vista de la doctrina católica). Las sucesivas desamortizaciones dieciochescas y decimonónicas la habían despojado prácticamente de la mayor parte de su patrimonio, de modo que tanto el clero secular como el regular subsistían a base de las temporalidades pagadas por el Estado (no en razón de ser éste católico sino de haber sido ladrón, tal como pasaba con las asignaciones bajo el régimen de Franco), las pías fundaciones, las rentas de unas muy mermadas propiedades y las donaciones y legados, muchas veces bastante mediatizados. Además, con estos recursos la Iglesia sostenía una extensa y eficaz red de beneficencia, a la que el Estado no se veía capaz de tan sólo igualar.

 

Precisamente desde el último tercio del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX, habían comenzado a florecer toda clase de iniciativas novedosas por parte tanto del clero como de los seglares a favor de esas clases populares a las que se suponía falsamente que la Iglesia era ajena: agrupaciones sindicales católicas, escuelas nocturnas, enseñanza gratuita de artes y oficios, etc. En Salamanca, por ejemplo, florecía la congregación de las Siervas de San José, fundada por el jesuita gerundense R.P. Francisco Butinyà y por santa Bonifacia Rodríguez Castro (a la que ha canonizado recientemente el papa Benedicto XVI) en 1874. Sus “Talleres de Nazaret” proporcionaban sustento a las niñas y jóvenes sin recursos, educadas por las buenas monjas. En Barcelona el obispo Irurita impulsó desde 1931 el Instituto Pro-Obreros. Otro ejemplo de espíritu emprendedor a favor de los trabajadores, pero desde el campo seglar, lo constituye el de Dolors Monserdà i Vidal, que, bajo patrocinio del obispo Juan José Laguarda y Fenollera y con el apoyo de mosén Josep Ildefons Gatell, fundó en 1910 el Patronat d’Obreres de l’Agulla, más conocido como Sindicat de l’Agulla (Sindicato de la Aguja), con sede en el convento de franciscanos de la calle de Moncada de Barcelona. Esta organización ofrecía formación y trabajo a las costureras, colectivo por entonces sujeto a seria explotación. Son tan sólo tres botones de muestra de una actividad apostólica de indudable proyección social. Pero queremos considerar hoy con mayor detenimiento una figura femenina claramente representativa a este respecto: la de la beata María del Carmen Viel Ferrando.

 

La beata Carmen Viel: un gran ejemplo de catolicismo activo

 

Nació en la ciudad de Sueca, a orillas del Júcar, en la feraz Ribera Baja de Valencia, a las once y media de la noche del lunes 27 de noviembre de 1893, en la casa sita en el número 53 del carrer Nou o calle de San Francisco. Sus padres, Gregorio Viel y María Dolores Ferrando, eran labradores honrados y pudientes y católicos convencidos y practicantes, que tuvieron otros diez hijos (en total cinco varones y seis mujeres). La vida de familia estaba presidida por la religión, vivida sin aspavientos ni amarguras pero con auténtico fervor y generosa entrega a Dios y al prójimo. El padre presidía la sección local de la Adoración Nocturna. Y no era acomodación al entorno social en una región como Valencia, donde a la sazón campeaba el anticlericalismo y el republicanismo liberal, alérgico a las cosas de Dios y de la Iglesia, cuyo exponente más significado es el escritor Vicente Blasco Ibáñez (por otra parte gran retratista de su época).

 

Carmen Viel fue una joven imbuida de religiosidad y de interés por el bienestar espiritual y temporal del prójimo. No sintiendo una especial vocación religiosa, se santificó en el siglo, aunque tampoco se sintió llamada por el estado matrimonial. Puede decirse que la suya fue una vida de virgen consagrada. Perteneció a la Acción Católica femenina, desde la que desplegó una importante labor apostólica y social. Aunque su Sueca natal era una población rica gracias a los labrantíos de arroz y de naranjos, no por ello dejaba de experimentar los males comunes a la España deprimida del primer tercio del siglo XX. Así, para dar a las muchachas más modestas la oportunidad de hacerse un porvenir y ganarse la vida con un trabajo digno y justamente remunerado, estableció la asociación suecana del Sindicat de l’Agulla, de la que fue nombrado capellán el sacerdote suecano don Vicente Lavernia Salelles, beneficiado de la parroquia de San Pedro, que compartiría no sólo la visión apostólica de la activa feligresa, sino el mismo destino martirial.

 

Otra de sus grandes preocupaciones fue la educación católica de la niñez y juventud, en tiempos en los que se ponía en cuestión la dimensión docente de la Iglesia y se promovía la llamada “libre enseñanza”, basada en una pedagogía laicista y relativista. Ciertamente ya existía en Sueca un colegio llevado por religiosas: el Asilo de la Encarnación, fundado en 1894 gracias al legado de doña Vicenta Carrasquer y confiado a las Hermanas de la Caridad. Pero la señorita Viel, cuya hermana Antonia era Hija de María Auxiliadora, admiraba el método de san Juan Bosco, que, oponiéndose al sistema represivo dominante en Europa, fomentaba, al contrario, un sistema preventivo, que hacía atractiva la educación al alumno y lo formaba realmente a largo plazo en el amor a los valores morales. Así pues, insistió primero ante el párroco don Desiderio Seva Ponsoda, que deseaba abrir una escuela católica en Sueca, para que escogiera al instituto salesiano para dirigirla. En 1933, en el inmueble de la calle La Punta nº 21, propiedad donada por los barones de Cárcer, se instaló el colegio de María Auxiliadora con tres religiosas salesianas. Mosén Seva había muerto el año precedente, pero su sucesor don Joaquín Alfonso Bosch, cura ecónomo, prestó todo su apoyo al nuevo establecimiento, que en un mes vio incrementado su alumnado en 80 niñas.

 

El dinamismo apostólico de esta admirable seglar era de todos conocido, por lo que, al estallar la Guerra Civil en Sueca y quedar la ciudad en zona roja, se convirtió en un potencial blanco de la persecución religiosa. De hecho su cuñado Antonio Matoses, esposo de su hermana Dolores, había sido encarcelado en julio de 1936, nada más iniciado el Alzamiento, en vista de lo cual y por prudencia se trasladó en agosto a Valencia, donde esperaba pasar más desapercibida. Instalada en una casa de la calle de Ruzafa en compañía de Dolores, cuando su cuñado fue puesto en libertad, compartió con él nuevo domicilio en la placeta del Horno de San Nicolás. Pero alguien la reconoció por la calle y la denunció y el 2 de noviembre fue detenida por los milicianos de la FAI, que volvieron a prender también a Antonio Matoses. Ambos fueron llevados a la siniestra checa de la calle del Grabador Esteve, dependiente del Departamento Especial de Información del Estado (DEDIDE). Allí Carmen Viel se despidió de su hermana Dolores, que fue a visitarla a ella y a su esposo, adivinando acongojada que iba a perderlos a ambos. Sometidos a ultrajes sin nombre durante dos días, en la noche del 4 al 5 de noviembre fueron llevados a la carretera junto a la playa de El Saler, donde fueron ejecutados. Ya muerta aún se ensañaron los verdugos con su cadáver, al que desfiguraron cruelmente el rostro.

 

Recuperados que fueron sus despojos, se los sepultó en el cementerio de Sueca. Su fama de santidad y la devoción que suscitaba en sus conciudadanos lustros después de su muerte, motivaron la apertura del proceso canónico de declaración de martirio y beatificación, constituyéndose el tribunal diocesano en la catedral de Valencia bajo la presidencia del arzobispo Don Marcelino Olaechea Loizaga y siendo postulador don Baltasar Argaya, el 20 de octubre de 1955. Junto con Carmen Viel otras diecinueve mujeres valencianas de Acción Católica emprendían el camino de los altares. El domingo 10 de marzo de 1957 fueron solemnemente trasladados los restos de la sierva de Dios del cementerio a la capilla del Santísimo Sacramento de la parroquial de San Pedro. Días antes el consistorio municipal suecano había acordado rotular una calle de la ciudad con el nombre de la hija de ésta Carmen Viel Ferrando (la dicha calle se llamó así hasta 1979). El 11 de marzo de 2001, segundo domingo de cuaresma, el venerable Juan Pablo II la beatificó junto con otros 232 mártires de la persecución religiosa en España. Su nombre fue inscrito en el Martirologio Romano el día 5 de noviembre con estas palabras:

 

“In loco El Saler nuncupato prope Valentiam ítem in Hispania, beatae Mariae a Monte Carmelo Viel Ferrando, virginis et martyris, quae in eadem tempestate pro Christo egregium peregit certamen” (En el lugar llamado El Saler, cerca de Valencia, también en España, la beata María del Carmen Viel Ferrando, virgen y mártir, que disputó hasta el final el egregio combate por Cristo durante la misma tormenta”.

 

Fueron mártires y merecen nuestra gratitud y devoción

 

Baste lo anterior para desbaratar cualquier argumento tendente a justificar lo injustificable: el intento de exterminio de la Iglesia Católica, contra la que se desató en julio de 1936 una suerte de guerra total, que sucedió a la que hasta entonces había sido persecución esporádica, pero sistemática. En los primeros meses de la Guerra de España arreció la furia homicida de las fuerzas de choque que habían tomado efectivamente el poder en la parte sometida a la República ante la pasividad e inacción del gobierno. Así media nación e vio sometida a los mismos métodos que los bolcheviques estaban empleando en Rusia desde 1917. No en vano Stalin se había cuidado bien de enviar sus comisarios como asesores de los comunistas autóctonos para enseñarles la manera metódica y científica de matar representada en las tristemente célebres checas, que fueron instaladas en cada barrio de la geografía de la España roja. El hecho es que la gran mortandad de católicos muertos in odium fidei se produjo antes de acabar el año fatídico de 1936. En sólo los meses de julio y agosto se ejecutó a diez de los trece prelados mártires. Algunos han atribuido el hecho de esta alta concentración de muertes al carácter descontrolado de los revolucionarios al principio de la contienda, imposibles de contener por las autoridades. Sin embargo, el que amainara –por así decirlo– el volumen de sangre en lo sucesivo no debe creerse que se deba a un mayor control gubernamental de los exaltados ni a una mitigación de la persecución (que podría admitirse aunque con mucha relativización), no.

 

Es claro que los asesinatos de gente de sotana y hábito y de seglares por el solo hecho de ser católicos disminuyeron conforme iban quedando menos de ellos que matar, lo cual se debe a tres hechos: la matanza intensiva del inicio, las evasiones exitosas al extranjero o a zona nacional y una mayor eficacia en disfrazarse y esconderse de los que no pudieron o no quisieron huir, una vez pasados los primeros tiempos de desconcierto. El afán asesino de los perseguidores quedó intacto, como lo demuestran las muertes tardías de Mons. Ponce, administrador apostólico de Orihuela (en noviembre de 1936), y los obispos Irurita de Barcelona (en diciembre de 1936) y Polanco de Teruel (en febrero de 1939).

 

En cuanto a la mortandad de la Guerra, es preciso y útil distinguir, como lo hace el historiógrafo valenciano Mons. Vicente Cárcel Ortí, entre caídos, víctimas y mártires. Caídos han de considerarse los combatientes de uno y otro bando que murieron en combate o a consecuencia de él. Víctimas fueron todos aquellos que murieron como consecuencia de acciones de guerra, represión política o represalias. Mártires, en cambio, se debe considerar sólo a quienes fueron buscados ex profeso y muertos por su condición de personas sagradas o por su especial significación como católicos, es decir, los que padecieron la muerte por causa de su fe. Lo que demuestra el carácter martirial de estos muertos es que en muchas ocasiones se les prometió salvar la vida e incluso recuperar la libertad a condición de apostatar, renegar de Dios y de su Iglesia o profanar objetos sagrados (como pisar crucifijos). Al no aceptar semejante y vergonzoso trato, subrayaron estos confesores de la fe su inequívoca vocación de testigos. Y es de notar que no traen los relatos casos de cobardía, de retroceso ante los verdugos ni de apostasía, lo que indica, por otra parte, lo bien que la Iglesia supo inculcar a sus hijos la intrepidez y el amor incondicional a Dios.

 

Pero hay un aspecto de la persecución que, no por menos conocido, debe ser obviado y es el del catolicismo clandestino bajo la España roja. Obligada a bajar a las catacumbas, la española fue una de las primeras Iglesias del Silencio, precedida sólo por la Iglesia mártir de los Rutenos. En la zona bajo persecución se organizó una extraordinaria red de asistencia pastoral y sacerdotal en los escondites proporcionados por generosos seglares a los sacerdotes de ambos cleros que lograron escapar a la gran sangría de los primeros meses de guerra. Hubo misas clandestinas en muchos hogares barceloneses y hasta una regular vida de devoción, con exposiciones al Santísimo, Cuarenta Horas, Guardias de Honor, Primeros Viernes, etc. Un servicio sacerdotal garantizaba la administración de los sacramentos (bautismo, penitencia, extremaunción, matrimonio) y la asistencia a enfermos y moribundos con recepción del viático. El catecismo y las conferencias espirituales estaban a la orden del día en la precaria tranquilidad de los domicilios de familias que debían temblar ante la sola posibilidad de un registro por parte de los milicianos (lo que normalmente significaba la muerte para los huéspedes y el patrón de casa). Barcelona tuvo, además, la inmensa fortuna (la Providencia) de que su obispo pudiera permanecer oculto cinco meses, dándole tiempo a dar sabias directivas pastorales para el mejor gobierno de sus diocesanos. Si los católicos barceloneses pudieron gozar de una mejor asistencia religiosa en la clandestinidad ello se debe en grandísima parte al obispo Irurita, cuya herencia inmediata, al partir para el sacrificio, fue precisamente la de una iglesia viva y palpitante bajo los escombros materiales que dejó el torbellino iconoclasta y asesino en la sede de San Severo.

 

Por mucho que se empeñen muchos revisionistas hodiernos de nuestra Historia reciente, ávidos de resucitar una cierta “memoria histórica” a base de acallar y hacer desaparecer la otra memoria, la de los hechos incontrovertibles, nuestros mártires, los que sufrieron para que nosotros, los católicos de hoy, pudiéramos tener la libertad de profesar nuestra Fe y celebrar nuestro culto, no pueden ser ni serán olvidados. Gracias a Dios se acabó la especie de veda que pesaba sobre los muertos de la mayor persecución sistemática contra la Iglesia en época moderna. Ya no existen razones de oportunidad ni de politiqueo que impidan que se rinda el justo homenaje a aquellos cuya sangre engendró una generación privilegiada de cristianos, de la cual somos los legatarios y debemos ser los continuadores, depurados eso sí todos los condicionamientos históricos.

 

En este sentido,

sirvan estas líneas de homenaje a una institución pionera y benemérita en la recuperación de la memoria histórica martirial: Hispania Martyr. Si no hubiera sido por su ardua labor y su incondicional dedicación a preservar amorosamente los testimonios y el recuerdo de cuantos murieron por Dios y por la Iglesia en aquellos aciagos años que marcaron nuestra historia contemporánea, poco impulso habría tenido su causa o ésta, al menos, se hubiera visto muy ralentizada. Y como no podemos, ni debemos, ni queremos olvidar a nuestros mártires, práctica muy útil es la de leer sus martirologios y celebrar las fiestas de los que han tenido ya el honor de subir a los altares, que, gracias al celo del beato Juan Pablo II y del Santo Padre felizmente reinante, son muchos. Recordarlos no es ningún ejercicio revanchista ni para abrir viejas heridas, sino un ejercicio de justicia y de reconciliación.



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