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«Dios nos pide a todos el martirio de la vida»

Miles de españoles tienen entre sus familiares algún mártir de la persecución religiosa de los años 30. Monseñor Martínez Camino, obispo auxiliar de Madrid, es uno de esos españoles. En esta entrevista rescata el testimonio de estos testigos de la fe, modelo de vida también para todos nosotros hoy: «Dios pide a algunos el martirio de sangre, pero a todos el martirio de la vida», asegura

Parece que, en los últimos años, coincidiendo con un mayor número de beatificaciones, se está prestando una mayor atención al testimonio de nuestros mártires. ¿A qué se debe este fenómeno?

La Iglesia siempre ha sido muy devota de sus mártires. Basta recordar las catacumbas de Roma o, aquí en España, el cuidado con se veneró y se sigue venerando, por ejemplo, a san Fructuoso de Tarragona y sus diáconos, o a santa Eulalia de Mérida, de aquella misma época. En los mártires se realiza de modo eminente la vocación de todos los bautizados, que es la configuración con Cristo. Como el Señor, tampoco ellos han guardado nada para sí, porque todo lo tenían para el Padre Dios: han dado la vida por el amor mayor, sin temor alguno a las amenazas del mundo y sin sucumbir a sus engaños. No es extraño que también hoy prestemos la atención debida a esos extraordinarios testigos del Evangelio.

Pocos sabrán que, entre los cerca de 10.000 mártires de la persecución religiosa de los años 30, hay doce obispos...

La sangrienta persecución de los años treinta del siglo pasado en nuestra nación tuvo como objetivo la aniquilación de la Iglesia, por el exterminio de sus líderes y la destrucción de sus lugares de culto y de sus símbolos. Pero ni fue la mayor persecución de la Historia, ni tampoco una peculiaridad o una rareza de nuestra historia, como a veces se afirma errónea o ideológicamente. Fue el régimen soviético el que puso en marcha y el que perpetró la mayor persecución del cristianismo. Piénsese que, si en España fueron 12 los obispos asesinados, en Rusia fueron 250 los obispos ortodoxos a los que se dio muerte. Si en España fueron unos 7.000 los sacerdotes, religiosas y religiosos asesinados, en Rusia las cifras son verdaderamente escalofriantes: 200.000 miembros del clero ortodoxo fueron condenados a muerte entre 1917 y 1980. Sólo entre 1937 y 1938, fueron asesinados 105.000 de ellos. Lo que sucedió en España en los años treinta no puede entenderse más que formando parte de la gran persecución desatada en el siglo XX contra el cristianismo por ideologías ateas de cuño marxista, y luego también nacionalsocialista.

¿Qué le debemos los católicos españoles a nuestros mártires? ¿Qué podemos aprender de ellos?

A los mártires del siglo XX les debemos el testimonio del amor más grande. Ellos son testigos de la gran causa de Dios, como decía Juan Pablo II. Ellos murieron perdonando. De ese modo, muestran la belleza de la fe católica y la falsedad de las ideologías ateas. La fe engrandece al hombre, porque lo diviniza y lo hace casi omnipotente en la misericordia, a imagen de Dios. En cambio, el ateísmo empequeñece al ser humano, porque lo encierra en su finitud y lo priva del aliento de la gracia. La luminosa historia de los mártires y del martirio del siglo XX merece ser mejor conocida.

Ellos resistieron con fortaleza y confianza en Dios una persecución creciente a lo largo de varios años. ¿Cree que se pueden reproducir de algún modo estas actitudes hostiles en la España de hoy?

La historia muestra que el martirio ha acompañado siempre el camino de la Iglesia. No parece razonable pensar que esa compañía vaya a terminar. Hoy, los cristianos son perseguidos en muchos lugares de modo violento. Hay que rezar para que la violencia no se apodere de nadie. Pero debemos estar preparados para todo: No es el siervo mayor que su Señor.

En la actualidad, están en vigor leyes que, sin duda, atentan contra las creencias de los fieles españoles y contra la misma ley natural. ¿Qué podemos hacer ante esta situación?

Hay leyes que no protegen de modo adecuado derechos fundamentales como son el derecho a la vida, los derechos del matrimonio y de la familia, o el derecho de los padres como primeros educadores de sus hijos. Los pastores tenemos la obligación de ayudar al discernimiento de las situaciones injustas por medio del magisterio. Los fieles laicos, según su capacidad y su vocación profesional concreta, han de utilizar todos los medios legítimos para que se legisle de modo justo. Hay muchos caminos para ello. Además, todos nosotros, pastores y laicos, tenemos un tarea muy hermosa y de gran influencia a medio y largo plazo: vivir nuestra fe y transmitirla en nuestro entorno de acuerdo con nuestras responsabilidades. En la parroquia, en la familia, en la escuela católica, etc., se juega el futuro de una sociedad que se dote de leyes justas. Dios concede a algunos el martirio de sangre, pero nos pide a todos el martirio de la vida. Tanto aquél como éste son expresiones de la alegría de la fe.

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo

Un libro sobre los obispos asesinados

Entre los miles mártires de la persecución religiosa del siglo XX en España, hay 12 obispos y un sacerdote Administrador Apostólico. Con motivo del 75 aniversario de su martirio, celebrado el año pasado, la editorial de la Conferencia Episcopal está a punto de publicar un libro en el que se recogen, por primera vez juntas, sus imágenes y sus biografías. «Allí se explica cómo todos los obispos de la zona republicana fueron perseguidos a muerte», explica monseñor Martínez Camino.

Don Lázaro, sacerdote y mártir

En el espejo de nuestros mártires

Don Lázaro San Martín Camino fue un sacerdote, un sencillo cura de pueblo que, durante cuarenta años, ejerció su ministerio en tres parroquias rurales de Asturias. Acabó dando su vida por Cristo, y murió asesinado en la playa de Gijón el 18 de agosto de 1936. En Don Lázaro. Sacerdote y mártir de Cristo en Asturias (1872-1936), publicado por la BAC, don Juan Antonio Martínez Camino rescata la figura del primo de su bisabuelo materno. «Desde mi más tierna infancia había oído hablar de él en mi casa», reconoce, y afirma que su testimonio «es una vida ejemplar que puede ayudar a los sacerdotes de hoy a vivir con entusiasmo apostólico». Además, es una pequeña contribución al cumplimiento del deseo del Beato Juan Pablo II: que los mártires del siglo XX no caigan en el olvido; la Iglesia necesita su testimonio

Aveces, el mártir nos parece algo así como héroe de virtudes imposibles cuya vida es tan inalcanzable como lejanas las circunstancias de su muerte. Sin embargo, el martirio no es un acto de coraje que culmina una trayectoria espiritual labrada a base de puños. La vida de los mártires muestra que se muere como se vive, y se vive en paz con Dios, se va a la muerte también en paz. Sencillamente.

Así ocurrió con don Lázaro San Martín Camino, un cura de pueblo en tres parroquias rurales de Asturias, que derramó su sangre en la playa de San Lorenzo, en Gijón, el 18 de agosto de 1936. Allí, bajo la iglesia de San Pedro que domina toda la playa, de rodillas, alzó la mano para bendecir a aquellos que le iban a fusilar, y recibió a bocajarro un tiro en la cabeza que le llevó directamente al corazón del Padre. Su historia la cuenta el libro Don Lázaro. Sacerdote y mártir de Cristo en Asturias (1872- 1936) (BAC), escrito por un familiar suyo, el obispo auxiliar de Madrid monseñor Juan Antonio Martínez Camino, con prólogo de monseñor Jesús Sanz, arzobispo de Oviedo. A lo largo de sus páginas, don Juan Antonio describe la vida del primo de su bisabuelo como la de un cristiano normal, que tuvo una vida y una muerte ejemplares, porque nada hay más ejemplar que una existencia marcada por la naturalidad de la cercanía y la compañía habitual de Dios.

La voluntad de Dios siempre es buena

Don Adolfo Villa Díaz, un vecino de Miyares, a quien don Lázaro había casado hacía pocos años, fue testigo privilegiado de la muerte del sacerdote. Él pudo salvar su vida en el último momento, y así pudo contar a Rosario, la sobrina de don Lázaro, cómo fueron los últimos días de su tío: «Nos llevaron a la prisión de Infiesto –relataba Adolfo–. Allí compartí celda, comida, oraciones y penas con su tío, el señor cura. Desde que llegamos –yo, el domingo 9 de agosto; y él, el viernes 14– hasta que nos sacaron a los dos –el martes 18–, los días pasaron con insoportable agobio, porque no sabíamos qué iba a suceder ni qué iba a ser de nosotros. Creo que el señor cura estaba convencido de que no iba a salir de aquella con vida. Tal vez por eso estaba más sereno. El caso es que don Lázaro tenía palabras de apoyo y consuelo para todos los que estábamos con él. Nos ayudó a aceptar la idea de que podíamos morir pronto y de que debíamos prepararnos bien para ese momento. Nos hablaba de que la voluntad de Dios siempre hay que aceptarla, porque siempre es buena. Yo me confesé con él, y también vi que lo hacían otros. No tenía miedo de actuar como un sacerdote. Al contrario, estaba allí con su sotana, tal como lo habían cogido. Hasta que le dijeron que así nos estaba comprometiendo a todos. Entonces él se quitó la sotana y se puso, como pudo, un traje que le facilitaron. Esto le costó mucho. Lo vimos casi llorar. Le hubiera gustado ir a la muerte con el hábito sacerdotal».

Al final, no cumplió este deseo, pero se despidió de este mundo con un gesto sacerdotal, el gesto de Cristo: bendiciendo a los que lo mataban, perdonando, haciendo el bien a los que le odiaban. Igual que Cristo.

¡Abajo! ¡Para vosotros se acabó la comedia! ¡Ya habéis llegado!: así bajaron del camión a don Lázaro al llegar a la playa de San Lorenzo. Antes de bajar, le dio a Adolfo su rosario, el breviario y su reloj, para entregárselos a su sobrina. El rosario y el breviario le ayudaron a don Lorenzo a robustecer la cercanía de Dios en los últimos e inciertos días de su vida; el reloj marcaría finalmente la hora en que Cristo lo acogió definitivamente en el blanco ejército de los mártires.

«Guardar el testimonio de los mártires ha sido y es una necesidad vital para los cristianos. Su testimonio es especialmente valioso para el fortalecimiento de la fe y su transmisión a las generaciones futuras», reconoce don Juan Antonio Martínez Camino en el libro. La vida y la muerte de don Lázaro, el tío cura, aseguran que ese testimonio luminoso no se diluyó en las frías aguas del Cantábrico.

J.L.V.D-M



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