La gracia del último minuto
Cerca de mil mártires de la fe durante la persecución religiosa en la España de los años 30 del siglo XX han sido ya beatificados. Pero hay muchos más: en octubre de 2013, se celebrará una nueva gran ceremonia de beatificación. Al término de la última Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal, el Secretario General, monseñor Martínez Camino, aludió al testimonio del joven sacerdote menorquín don Juan Huguet. Las circunstancias de su martirio mueven a la fe
La mañana del 23 de julio de 1936 –el día que lo fueron a matar–, el joven sacerdote Juan Huguet se apresuró a poner a salvo la Eucaristía reservada en el sagrario. Y, por la tarde, después de exclamar ¡Viva Cristo Rey! y recibir dos tiros en la cabeza, fue el mismo Señor el que le acogería a él y le guardaría para la vida eterna. Ya se lo había anunciado monseñor Manuel Irurita, obispo de Barcelona y mártir también él, el mismo día de su ordenación, el 6 de junio de 1936: «Estáis destinados a la muerte y el sacrificio». Estas palabras proféticas se cumplirían apenas un mes después.
Pero ser mártir, igual que ser santo, no se improvisa. Durante los últimos años en el seminario, el Señor le fue dando al joven Juan Huguet un corazón bien dispuesto, como cuando fue a Roma en peregrinación y visitó el lugar de martirio de los primeros cristianos; o como cuando tuvo ocasión de tratar a varios seminaristas mexicanos que habían huido a España después de la violenta persecución anticlerical desatada en su país, y que fueron acogidos generosamente por el obispo de Menorca en su seminario. De seguro que el trato con ellos le afianzó en la fe y le robusteció de cara a lo que el Señor le tenía preparado.
Pero su vocación al martirio nació de la misma contemplación de Cristo crucificado. Durante unos Ejercicios espirituales, el joven seminarista escribió: «Señor, soldado vuestro soy, alistado en vuestro ejercito por confirmación y próximamente por tonsura. Vos sois mi herencia. A vuestras órdenes, pues. Mandad lo que gustéis, aunque sea el sacrificio de mi vida, aunque sea morir por Vos martirizado. ¿Qué podría hacer que Vos no lo hayáis ejecutado primero por mí?»
En el proceso de beatificación, su padre declaró que muchas veces le oyó admirar la fe de los mártires; y los jóvenes de su parroquia de Ferrerías sabían de esa vocación suya tan especial: «Si yo un día he de dar la vida por Cristo, con gusto la daré».
Escupe ahí, o te mato
El 23 de julio, Juan Huguet celebró su última misa. El monaguillo que le asistía contó después que, durante la consagración, tuvo una visión en la que aparecía un joven con los brazos en cruz y tres personas delante con intención de apedrearle. Por la tarde, tres milicianos se presentaron en casa de Juan y lo obligaron a ir con ellos al Ayuntamiento. Allí, le conminaron a quitarse la sotana y le registraron. Le encontraron un pequeño rosario, y le ordenaron que lo profanara; el comandante Pedro Marqués le amenazó con una pistola y le gritó: «Escupe ahí, escupe ahí, o te mato». Juan negó con la cabeza y, seguidamente, extendió los brazos en cruz, exclamando: ¡Viva Cristo Rey!, a lo que el comandante respondió pegándole dos tiros en la cabeza.
Aún tardó unas horas en morir, y los que le acompañaron en ese tiempo eran conscientes de que estaban asistiendo a la muerte de un mártir. El obispo diocesano, monseñor Juan Torres, pidió a la familia que conservara, sin lavarla, la ropa con la que fue asesinado, pues sabía que se trataba de la reliquia de un mártir. Su madre, a cambio, le vistió para su entierro con las vestiduras con las que ofició su primera Misa.
Las matemáticas de los santos
Pero no hay mártir sin asesino. Y, al igual que Esteban atrajo a la Iglesia a Saulo para hacerle, como él, testigo de Cristo, del mismo modo Juan Huguet se llevó al redil del Señor al que lo llevó a la muerte. El comandante Pedro Marqués, tras la guerra, fue detenido y condenado a muerte por los asesinatos cometidos durante la contienda, pero antes de ello mostró su arrepentimiento, e incluso recibió los sacramentos antes de ser ajusticiado. Tras recibir la Eucaristía, Marqués se acercó al sacerdote y se despidió de este mundo con estas palabras: «Abrazo a este sacerdote como un acto de reparación por el crimen que cometí matando a aquel otro sacerdote en Ferrerías». Así, de este modo, la Iglesia en España perdió a un sacerdote, pero puede contar entre sus filas a un mártir y a un converso. Son las matemáticas de los santos, que cuando suben al cielo nunca lo hacen solos: para Huguet, la conversión de Marqués fue la gracia que Dios le concedió en el último minuto.
Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo