De Dios somos
El Papa aprobó el martes el Decreto de martirio de 95 nuevos mártires españoles de los años 30 del siglo XX, que serán beatificados en la gran beatificación de nuestros mártires, en Tarragona, el 13 de octubre próximo
Al mediodía del 22 de julio de 1936, el estrepitoso vuelo de un avión retumbó en el santuario benedictino de El Pueyo, en la diócesis de Barbastro. Horas después, dos milicianos irrumpieron en el patio del santuario, donde los recibió el padre Abel Ángel Palazuelos, prior de la comunidad. El resto de los benedictinos, incluidos los diez niños de no más de 15 años que conformaban el seminario y la escolanía, escuchaban desde las ventanas. Por eso, todos pudieron escuchar la amenaza de los motoristas: o los monjes salían hacia la carretera, o el avión que acababa de volar sobre sus cabezas bombardearía el santuario con ellos dentro. Mientras el padre Palazuelos imploraba, a gritos, la protección de Dios y de la Virgen, los monjes escondieron la imagen de Nuestra Señora del Pueyo y protegieron el Santísimo. Al poco rato, toda la comunidad, incluidos los niños, se dirigían a la carretera, donde un piquete los esperaba para llevarlos al colegio de los Padres escolapios, reconvertido en cárcel para el clero. Allí les aguardaban los escolapios, los claretianos y el obispo de la diócesis, monseñor Florentino Asensio Barroso. Los milicianos comenzaron a interrogar a los benedictinos, para arrancarles la insólita confesión de que en el convento escondían armas. Para ello, además de amenazas, blasfemias y vejaciones, los milicianos intentaron seducir con prostitutas a los religiosos, incluso a los seminaristas adolescentes.
Los religiosos de las tres comunidades celebraban la Eucaristía cada día, casi de forma secreta, e incluso el padre Palazuelos fue confesor del obispo hasta poco tiempo antes de que monseñor Asensio fuese torturado hasta la muerte en el Ayuntamiento, donde le lincharon y le cortaron los genitales. El 27 de agosto, los 18 benedictinos, a excepción de los seminaristas, fueron amarrados y conducidos a las afueras de la ciudad. Todos sabían lo que les esperaba y, por eso, hicieron lo que hicieron: cantar con fuerza a Dios y a la Virgen, gritar vivas a Cristo y mostrar tal alegría, que los milicianos, después de fusilarlos, comentaban que iban a la muerte «como a una juerga». Durante el trayecto, el prior pidió permiso a sus captores para despedirse de su madre. Éstos creyeron que se trataba de su madre, enferma en el hospital, y accedieron. Su sorpresa fue mayúscula cuando el padre Palazuelos, al pasar frente al santuario, oró a su Madre, la Virgen, en alta voz, también por los milicianos. Horas después, y tras una ráfaga de tiros, Palazuelos y sus 17 compañeros podían repetir aquella misma petición a María, ya desde el cielo.
Hoy, la Iglesia reconoce el martirio de estos benedictinos, igual que el de los carmelitas descalzos Juan de Jesús, Bartolomé de la Pasión, Silverio de San Luis Gonzaga y Francisco de la Asunción, quien murió junto a su hermano, el sacerdote de Urgell Pablo Segalá Solé. Aunque fueron martirizados por separado, los cinco quedan bien definidos por el episodio del martirio del joven Juan de Jesús y del Hermano Bartolomé, que, cuando intentaban huir del santuario de Santa Teresita, en Lérida, para no comprometer a las familias que les protegían, fueron sorprendidos por un retén armado y obligados a identificarse. Lejos de mentir para salvar su vida, la entregaron por Cristo: «Somos los frailes de Santa Teresita», dijeron. Allí mismo fueron fusilados.
Si Dios quiere, también morir
En este nuevo grupo de mártires están incluidas cuatro Siervas de María Ministras de los Enfermos. Cuando su Casa de Pozuelo de Alarcón (Madrid) pasó a encontrarse cerca del frente, la comunidad fue obligada a buscar refugio en casa de familias amigas. La mayor de todas ellas, la Madre Aurelia Arambarri, ya había conocido la persecución durante la revolución mexicana. Volvió a España en 1916, y, ante los acontecimientos violentos que se precipitaban en España, solía decir: «De Dios somos; no permitirá que nos pase nada malo». A la Madre Aurelia, enferma, la cuidaba sor Agustina Peña, separada del grupo y, posteriormente, detenida, «porque la habían visto rezar» Junto a la Madre Aurelia fueron martirizadas sor Aurora López, que se deshacía en lágrimas cuando las circunstancias la obligaron a quitarse el hábito; y sor Daría Andiarena, quien al ser detenida reconocía abiertamente: «Somos, en efecto, religiosas; pueden hacer lo que quieran de nosotras, pero les suplico que a esta familia no le hagan nada, pues nos recibieron en su casa por caridad». El tenor espiritual de todos estos mártires queda reflejado en las palabras que sor Daría acostumbraba a repetir: «Yo quiero el martirio del sacrificio diario; y, si Dios quiere, también morir: morir mártir por Él».
El grupo más numeroso de mártires cuyo Decreto acaba de aprobar el Papa es el los Hermanos Maristas: son 66 Hermanos de una lista encabezada por el Hermano Crisanto, Rector del Seminario de Les Avellanes, en Lérida. Al estallar la Guerra, intentó salvar a todos los seminaristas repartiéndolos en casas de familias conocidas, y los milicianos le buscaron hasta matarlo. Después de la contienda, cuando lo desenterraron, se encontró entre sus manos una pequeña cruz elaborada precariamente con dos pequeños palitos de madera; las manos de Crisanto permanecían incorruptas. Junto a los maristas, se incluyen dos laicos que hacían labores de cocina y mantenimiento, y que al final corrieron la misma suerte del martirio.
El Hermano Antonio Alegre, representante de los maristas en la Comisión organizadora de la gran beatificación de octubre, reconoce a Alfa y Omega que «lo que queremos subrayar con estas beatificaciones no es quién los mató, sino por Quien murieron. Ellos dieron la vida por su fe, sin entrar en temas políticos. Dieron la vida porque eran creyentes. Las beatificaciones de estos mártires son una celebración de la fe, ya que estamos en el Año de la fe. A nosotros, hoy, no nos cuesta mucho vivir la fe; sin embargo, a ellos les costó la vida».
Más modelos de santidad
El Papa ha reconocido también las virtudes heroicas de la española Teresa de San José –Teresa Toda y Juncosa–, cofundadora de las Carmelitas Teresas de San José. Nació en Riudecanyes, Tarragona, en 1826, en una familia campesina. Tras contraer matrimonio con el joven Antonio Guasch, tuvieron una hija, pero la armonía duró poco, ya que Teresa tuvo que soportar toda suerte de malos tratos, por lo que inició el proceso de separación matrimonial ante los tribunales eclesiásticos. No le dio tiempo a completar el proceso, ya que Antonio, enrolado en las filas carlistas, desapareció sin dejar rastro. Teresa emigró junto a su hija a Tarragona, donde se dedicó a rezar y a ayudar a los más necesitados, especialmente a las niñas huérfanas pobres. Madre e hija, junto con otras dos jóvenes, formaron la primera comunidad de Carmelitas Teresas de San José en 1878. En vida, su misión se estableció en otras dos casas en Barcelona y seis en Tarragona. Tras su muerte, sus hijas espirituales fundarían casas para ayudar a las niñas más vulnerables, en España, Chile, Estados Unidos y Mozambique, entre otros lugares.
Han sido también reconocidas las virtudes de la napolitana María Celeste Crostarosa, fundadora de las Contemplativas Redentoristas; del sacerdote Nicola Mazza, fundador de los Institutos para la Educación; y del obispo Joao de Oliveira Matos, fundador de la Liga dos Servos de Jesus.