SOR ANA MAGDALENA RÈMUZAT Y MONS. ENRIQUE BELSUNCE, APOSTOLES DEL CORAZÓN DE JESÚS ANTE LA PESTE DE MARSELLA
Ante un tricentenario de actualidad
SOR ANA MAGDALENA RÈMUZAT Y MONS. ENRIQUE BELSUNCE, APOSTOLES DEL CORAZÓN DE JESÚS ANTE LA PESTE DE MARSELLA
“Somos conscientes de que todos los esfuerzos de los hombres son vanos contra los progresos de la peste, y que el azote de la cólera de Dios no puede detenerse mas que con actos de Religión, implorando el tesoro de sus misericordias” (Escavinos de Marsella en 1720)
Magdalena Rèmuzat, hija de cono- cida familia de Marsella, ingresó muy joven en el primer monasterio de la Visitación de la ciudad, profesando en 1713 ante el Obispo Mons. Enrique Belsunce.
Su extraordinario don de consejo hace que la nombren asistenta del noviciado, y son tantas las personas de la ciudad que acuden a consultarle a sus 17 años, que pide a su superiora madre Nogaret le dispen- se de tales visitas, pues el Corazón de Jesús le había confiado que tenía para ella sus propios designios.
El 17 de Octubre de 1713, 23º aniversario de la muerte de la Hermana Margarita María, Sor Ana Magdalena “conoció de un modo particular y extraordinario” estos designios “referentes a la gloria de su Corazón adorable.” No sabemos más sobre esta comunicación de Dios a su joven confidente, pues escribió sólo eso en una carta nueve años después.
Ana Magdalena sufría de frecuentes y violentas migrañas que le impedían hacer vida ordinaria de comunidad. El monasterio había adoptado ya en 1696 el culto recibido de Paray, y la superiora, ferviente devota del Corazón de Jesús, para quien la hermana Rèmuzat no tenía secretos, estaba al corriente de sus dones místicos, pero dudaba. Como a Margarita María, la superiora le dijo:” Pedidle a Nuestro Señor que os cure, y os creeré”; así lo hizo, y de inmediato la migraña desapareció para siempre.
Como el obispo de la ciudad Mons. Belsunce había aprobado la Misa en honor del Corazón de Jesús para su diócesis, Ana Magdalena pensó establecer una cofradía en su monasterio. Se pidió un Breve de erección a Roma, que fue concedido en 1717, y para su inauguración hizo imprimir un libreto con su reglamento y unas páginas con la historia de la devoción. Al año siguiente, el 29 de febrero, durante las cuarenta horas que precedían a la cuaresma de 1718, el Santísimo Sacramento estaba expuesto en la iglesia de los franciscanos, cuando de repente, y ante una muchedumbre de fieles, Nuestro Señor se mostró visible en la Hostia, resplandeciente de majestad; su mirada era a la vez tan dulce y severa que los presentes no la podían sostener. La Hermana Rèmuzat, que desde su monasterio había conocido el milagro por revelación, se lo comunicó a su superiora, y también le trasmitió que Jesús le había dicho que si los marselleses no se rendían ante esta llamada a la misericordia, serían castigados de un modo terrible. Así se lo refirió la superiora al capellán, el jesuita P. Milley, ignorante del prodigio, quien, enterado del hecho y de la advertencia del Señor, marchó a toda prisa a prevenir al Obispo.
Mons. Belsunce, que conocía los dones místicos de la hermana Rèmuzat, no se sorprendió de las quejas del Señor, y admitió sin más la admonición. Conocía los vicios de los marselleses, su sensualidad, su lujo, su gula, su avaricia, y cómo el veneno del jansenismo se infiltraba cada día más entre el clero.
El 25 de mayo de 1720 el “Gran San Antonio” entra en el puerto de Marsella
Desde el milagroso aviso en la iglesia de los franciscanos pasaron dos años sin que nada hubiera cambiado sino para peor, cuando el 25 de mayo de 1720 entraba en el puerto de Marsella proveniente de Saida y Trípoli el “Gran San Antonio”. Antes de recalar en Livourne había muerto un pasajero turco, y dos marineros que lo habían amortajado, murieron también poco después. Fallecieron tres marineros más, pero el médico de abordo no quiso reconocer la causa de estas muertes. Al arribar a Marsella el capitán dio cuenta de los fallecimientos, pero no indicó el hecho de que nadie quisiera tocar los cadáveres, que tuvieron que ser arrojados al mar con garfios y perchas.
Los médicos no pudieron ya ocultar su terrible nombre: la peste.
Los comerciantes de la ciudad esperaban impacientes la carga del barco, seda y algodón por valor de cien mil escudos, e insistieron en que se le permitiera descargar al menos en las afueras del puerto. El 27 de mayo moría otro marinero, luego un grumete, y poco después tres porteadores que habían descargado la mercancía. Sólo cuando cesaron estas extrañas muertes a mediados de junio se permitió desembarcar a los pasajeros, pero a primeros de julio comenzaron a enfermar y a morir numerosos habitantes de los barrios marineros de la ciudad.
El 8 de julio los médicos no pudieron ya ocultar la causa de las muertes y la llamaron por su terrible nombre: la peste. El día 16 Mons. Belsunce ordenó recitar en la Misa de todas las iglesias de la ciudad la oración a San Roque, patrón de la Provenza, y abogado frente a la peste, exhortando a los fieles a la penitencia.
Las autoridades ordenan clausurar las iglesias y demás centros de reunión para evitar el contagio, y aunque muchos marselleses temerosos huyeron de la ciudad apestada abandonando a los enfermos a su suerte, el 29 de julio Mons. Belsunce reúne en el obispado a los párrocos y superiores religiosos y les ordena que cumplan con su ministerio: “Así como sería indigno de un soldado querer sólo llevar la espada en tiempo de paz, sería también indigno de los sacerdotes, y pasarían por laxos y mercenarios, si sólo quisieran confesar y administrar los sacramentos cuando no hubiera riesgo para su reposo, su salud y su vida.” Sacerdotes y religiosos, salvo algunos jansenistas, se entregaron heroicamente a su ministerio, confesando y extramaunciando sin descanso a sanos y enfermos.
Miles de cadáveres insepultos se pudren bajo el sol frente a la Catedral
El caballero de Roze inhuma los cadáveres de la peste de Marsella en 1720. Cuadro de Miguel Serre.
Las muertes se multiplicaban de día en día, y desde hacía un mes más de dos mil cadáveres insepultos se pudrían bajo el ardiente sol del agosto mediterráneo sobre la explanada que se extiende desde el fuerte de San Juan a la Catedral. En el diario municipal se lee:” Estos miles de cadáveres ya no tenían forma humana, y sus miembros se agitaban por el movimiento que les daban millones de gusanos en su tarea por destruirlos. El caballero de Roze hizo despejar dos bastiones de la muralla y pidió al Señor de Rancé, comandante de galeras, cien nuevos forzados, pues los tres o cuatrocientos empleados antes habían muerto en su mayoría. Los alineó frente a los cadáveres cubriéndose la boca y la nariz con un pañuelo empapado en vinagre. Bajó del caballo e hizo darles vino a todos, bebiendo él también… luego, arrastrando por el pie a uno de los cadáveres, marcó el camino a seguir. En unas horas estos millares de cuerpos descompuestos y miembros destrozados fueron amontonados en los bastiones, recubriéndoles de cal y de tierra.” Casi todos los soldados y galeotes que participaron en esta tarea murieron, pero el caballero de Rancé sólo sufrió una pequeña indisposición. Se decía que su temeridad hizo retroceder a la muerte.
El P. Milley, capellán de la Visitación, quien dos años antes había trasmitido al obispo el aviso de la Hermana Rèmuzat, se trasladó al barrio más apestado al que nadie quería ir, yendo de casa en casa consolando y confesando a los apestados. El 23 de agosto tras confesar más de una hora rodeado de muertos en putrefacción, cuyo olor infecto le sofocaba, cayó desmayado sobre un cadáver. El día 27 escribe: “Todavía estoy sano, pero muy acabado; espero ser atacado como los demás de un momento a otro.” Ya lo estaba; el 28 escribe a Mons. Belsunce despidiéndose de él hasta el Cielo: “Vuestra Ilustrísima no debe temer nada, pues nuestro buen Dios, siempre bueno y clemente, no afligirá al rebaño en la persona de su muy amado pastor, tan necesario a sus ovejas.” El 2 de septiembre el P. Milley partía para el Cielo, desde donde vería la realiza- ción de su profecía, pues importaba a la gloria del Corazón de Jesús que el obispo de Marsella no muriera.
“¡Oh glorioso azote que debe aportar la gloria del Corazón de mi Salvador.”
La Hermana Rèmuzat implora incesantemente perdón y piedad al Corazón de Jesús, que pa- recía decirle: “Déjame hacer”, pero Ana Mag- dalena redobla sus ruegos, hasta que al fin comprende que la misericordia sobrepasa a la justicia, y que el terrible azote será la ocasión querida por Nuestro Señor para el estableci- miento de una fiesta solemne en honor de su Sagrado Corazón, y así escribe, recordando el texto del oficio del sábado Santo: “¡ Oh glorio- so azote que debe aportar la gloria del Corazón de mi Salvador.”
“Jesús pide una fiesta solemne para honrar su Corazón en el día que Él mismo se ha elegido, y que cada fiel se le consagre; por este medio serán librados del contagio.” (Sor Magdalena Rémuzat)
La superiora le ordena a la Hermana Rémuzat que le pregunte a Jesús qué condiciones pide para reconciliarse con la ciudad culpable, y la respuesta que ésta le escribe el 13 de octubre es clara: “Me ha mostrado que quiere purificar a Marsella de los errores de que se hallaba infectada, abriéndole su adorable Corazón como una fuente de toda verdad. Que pedía una fiesta solemne en el día que Él mismo se había elegido, que es el siguiente a la octava del Corpus, para honrar su Corazón, y que esperando que se le rinda el homenaje que pedía, era preciso que cada fiel se le consagrase mediante una oración a elección del Sr. Obispo, para honrar, según los designios de Dios, el Corazón adorable de su Hijo; que por este medio serían librados del contagio, y que a todos los que se entregasen a esta devoción no les faltaría el socorro sino cuando a este divino Corazón le faltase el poder.”
Informado de ello Mons. Enrique Xavier de Belsunce, el 22 de Octubre se decide a pedir ya el socorro al Sagrado Corazón de Jesús. Comienza recordando las palabras de la hermana Margarita María en el relato de la gran revelación de 1675, exhortando a sus fieles a la penitencia y arrepentimiento, ya que ante los males que nos afligen, dice sólo cabe recurrir al Corazón adorable de Jesús, “que ama a los hombres, incluso a los ingratos y pecadores, hasta agotarse y consumir- se para testimoniarles su amor”.
Dispone luego cumplimentar lo revelado a la Hermana Rémuzat y establecer la fiesta del Corazón de Jesús:
“Para aplacar la cólera de Dios y hacer cesar el temible azote que asola el rebaño que me es siempre tan querido, para hacer honrar a Jesucristo en el Santísimo Sacramento, para reparar los ultrajes que se le han hecho por las comuniones indignas y sacrílegas, y por la irreverencias que sufre en este misterio de su amor por los hombres, para ha- cerle amar por todos los fieles a nos confiados, en fin, en reparación de todos los crí- menes que han atraído sobre nosotros la venganza del Cielo, venimos a establecer y establecemos en toda nuestra diócesis, la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, que desde ahora en adelante se celebrará cada año el viernes inmediato a octava del Cor- pus, y hacemos de ella fiesta de guardar en toda nuestra diócesis, permitiendo que ese día cada año el Santísimo Sacramento sea expuesto en todas las iglesias de las parroquias de esta ciudad, así como en todas las comunidades seculares y regulares de toda nuestra diócesis….
¡Felices mil veces los pueblos que por su alejamiento de las novedades profanas, por su firme mantenimiento de la antigua y santa doctrina, por su humilde y perfecta sumi- sión a todas las decisiones de la Iglesia, esposa de Jesucristo, por la regularidad y santi- dad de su vida, serán hallados conformes al Corazón de Jesús, y cuyos nombres serán escritos en este adorable Corazón! Él será su guía en los caminos peligrosos de este mundo, su consuelo en su miseria, su asilo en las persecuciones, su defensor frente a las puertas del infierno, y sus nombres jamás serán borrados del libro de la vida.”
Procesión del día de Todos los Santos de 1720
Dispone el prelado que ocho días después, el primer viernes uno de Noviembre, se celebre este año por primera vez la fiesta del Corazón de Jesús, ordenando una proce- sión expiatoria, tras la que se le consagrará Él con toda su diócesis. La idea de la proce- sión no agrada al gobernador ni a los magistrados de la ciudad, alegando que debe evitarse que la aglomeración de gentes dé mayor fuerza a la peste, pero el obispo se reafirma en su decisión, y como jefe religioso que no depende de nadie en el país, pre- para un gran altar en el bien aireado y amplio paseo principal de la ciudad. El día de Todos los Santos, desde la aurora, las campanas de todos los templos, mudas desde hace cinco meses, cantan a los cuatro vientos la gran solemnidad, y a su eco en los corazones arrepentidos renace la esperanza.
Satanás, furioso contra la idea del obispo, desató dificultades: los elementos parecían adversos, pues desde el amanecer soplaba un mistral tan violento que hacía peligroso saliera la procesión, pero el obispo no se amilanó, y a su inicio se calmó hasta el punto de que no se apagaron los cirios del altar sito en lo alto de una explanada abierta a los cuatro vientos. Cuando todo hubo terminado, volvió a soplar el mistral con tal furor que hundió varias barcas en el puerto.
A las diez de la mañana Mons. Belsunce, descalzo, con una soga al cuello, avanza lentamente llevando una cruz en brazos como víctima expiatoria cargado con los pecados del pueblo. Detrás suyo el clero seguido de los ciudadanos de Marsella, pálidos, descarnados por los sufrimientos de largos meses, que quieren rezar con su Obispo y consagrarse con él al Corazón de Jesús. Mons. Belsunce desde el altar pide a sus diocesanos arrepentidos una entera confianza en el Corazón de Jesús, y de rodillas, con un cirio en la mano, lee el acto de reparación:
“Oh Corazón adorable del Salvador de todos los hombres, en esta solemnidad de vuestra fiesta os consagro de nuevo, esta ciudad y su diócesis, mi corazón y el de todos mis diocesanos. Os entregamos nuestros corazones a Vos sin reserva y para siempre. Dios de bondad, venid a tomar posesión de ellos, venid a reinar como único Señor y a desterrar de él el amor profano y criminal de las criaturas y de los bienes perecederos. Apartad todo lo que os desagrade, purificad sus intenciones, adornadlo con todas las virtudes que pueden hacer sus corazones semejantes al vuestro, suaves, humildes y pacientes; abrasadlos con el fuego sagrado de vuestro amor… Que no palpiten sino para vos para que nuestros nombres estén escritos en vuestro Corazón como en el libro de la vida, os adoramos, alabamos, y bendecimos, y os amamos para toda la eternidad.
Los escavinos habían tomado el acuerdo de no asistir a la ceremonia, alegando que tras la aglomeración religiosa sería espantoso el número de moribundos. Pero como escribe Mons. Belsunce: “Por el contrario, Dios dispuso de otro modo”, y la peste no hizo sino disminuir, y ya sólo entraban tres o cuatro nuevos enfermos al día en el hospital.
Procesión el 20 de Junio de 1721, fiesta del Corazón de Jesús
Las iglesias seguían cerradas por orden gubernativa, y el ayuntamiento volvía a desaconsejar la reunión de multitudes, pero Mons. Belsunce convocó a sus diocesanos para el 20 de Junio, viernes siguiente a la octava del Corpus, a la procesión que, bajando desde el centro urbano al puerto, y retornando hasta la catedral, atravesaría toda la ciudad, concediendo a sus asistentes cuarenta días de indulgencia.
Al atardecer del día 19, vigilia de la fiesta, voltearon las campanas de la ciudad en repique general y se dispararon morteretes de pólvora. El viernes, día de la fiesta, el obispo dijo Misa solemne en la catedral en honor del Corazón de Jesús, y a las 5 de la tarde sacó el Santísimo en procesión. Las cofradías con sus hábitos y capuchones abren la marcha. Va en cabeza la de los carmelitas que amortajan a los pobres, y en largas colas las demás hermandades. Les siguen las comunidades religiosas, varias de las cuales habían perdido más de la mitad de sus miembros, el clero secular, los capellanes de la armada y el capítulo de la catedral, seguido de multitud de fieles.
Las tropas de la guarnición con sus armas guardan carrera por todo el recorrido. Toda Marsella llorosa y arrepentida ruega y espera. Una descarga de artillería saluda la sali- da de la Hostia de la catedral; al llegar al puerto las baterías de los fuertes de San Juan y San Nicolás y los cañones de las galeras engalanadas aclaman al Señor con sus salvas. Mons. Belsunce se arrodilla al pie del altar en que deposita el ostensorio, y ante general silencio recita la fórmula del acto de reparación en nombre de sus diocesanos con la petición de que el Corazón de Jesús tome como suya y para siempre a la ciudad, a su pueblo y a su clero. Era el más solemne triunfo que el Corazón de Jesús había tenido hasta entonces en la historia.
La peste parece haber desaparecido, y en septiembre de 1721 se abren las iglesias, y el día de San Miguel el Obispo invita a sus diocesanos a “Dar gracias al Corazón de Jesús al que debemos nuestra liberación de un modo tan admirable… y dirigiéndose a los navegantes les dice, -vosotros que atravesáis los mares, publicad sus maravillas de uno a otro confín de la tierra; anunciad a todas las naciones la gloria, el poder y las misericordias infinitas del Sagrado Corazón de Jesús que acaba de obrar tan grandes prodigios en nuestro favor y que ha hecho que la alegría suceda a las largas y afrentosas calamidades que hemos sufrido.”
ANTE EL REBROTE DE LA PESTE MONS. BELSUNCE CONVOCA A LAS AUTORIDADES A UN ACTO DE CONSAGRACIÓN Y PÚBLICA REPARACIÓN POR LOS PECADOS DEL PUEBLO
“¡Cantemos, bebamos y comamos, porque mañana moriremos!”
Pasada la peste, los supervivientes quieren olvidarse deprisa de sus sufrimientos, y se entregan con pasión desbordada a sus más bajos instintos y a gozar sin límite de los placeres más sensuales. “Cantemos, comamos y bebamos, porque mañana moriremos” Multitud de viudos y viudas se apresuran en unirse de inmediato en nuevas nupcias, que el pueblo llama “bodas apestadas”.
Mons. Belsunce escribe a su amigo Mons. Languet: “El temor a la peste y a la muerte, y todos los horrores de los que habéis visto un fiel retrato, han tenido las pasiones cautivas. La cercanía de la liberación ha hecho cesar este temor, el dique se ha roto, y la inundación de ciertos crímenes es afrento- sa, y creo es lo que tiene en suspenso las gracias que esperamos, y ello me hace temblar, pues quien es capaz de ser malo ahora no se corregirá nunca, sin uno de esos milagros de la gracia que raramente llegan.”
El Obispo no se equivocaba, y el primero de mayo de 1722 sobreviene de nuevo el pánico: la peste vuelve a hacer aparición. Los supervivientes de la epidemia de veinte meses antes, esta vez se consideraban ya definitivamente perdidos. Todo el que puede huye de la ciudad. Carruajes y carretas colapsan las salidas, y más de la mitad de la población escapa al campo.
No contaban con que Dios, que se compadece de las miserias de los hombres, les había concedido un pastor según su Corazón, que había aprendido de Sor Margarita María que la ingratitud y miseria de los pecadores no provocan su olvido y rechazo, sino que, por el contrario, urgen al divino Corazón a prodigar más aún su infinita misericordia. Mons. Belsunce entendió que este rebrote de la peste iba a ser la ocasión de que las autoridades, que no habían querido sumarse a su anterior consagración al Corazón de Jesús de la ciudad y la diócesis, pudieran reparar su ausencia con un voto a perpetuidad de procesionar todos los años el día de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús.
Mons. Belsunce reconocía: “desde que hicimos al Corazón de Jesús el solemne acto de reparación por los pecados que le han irritado tan justamente contra nosotros y nos consagramos a Él, instituyendo perpetuamente en la ciudad y diócesis de Marsella la fiesta de este Corazón adorable para reparación de sus pecados, empezamos a sentir los prontos y prodigiosos efectos de su bondad y misericordia… muy pronto cesó la peste y el temor se vio desterrado de en medio de nosotros.” Pero proseguía: “Apenas cesó el peligro, cuando se dejaron ver al descubierto nuevamente los pecados, y con menos pudor que nunca, el desarreglo vino a ser monstruoso, y la impiedad llegó a su colmo, y manos sacrílegas se atrevieron con sus pecados hasta ofender a nuestro di- vino Liberador en el Santísimo Sacramento…y volvió a empezar el contagio.”
Mons. Enrique Francisco Xavier de Belsunce de Castelmoron
Mons. Belsunce conocía su designio revelado a su mensajera Margarita María de desbaratar los proyectos de Satanás y sus secuaces, estableciendo en el mundo el reinado de su amor, no sólo en el alma de los individuos aislados, sino también sobre los hombres reunidos en sus asociaciones y colectividades.
Sabía que el culto al Sagrado Corazón, que comienza con la consagración, ofreciéndole a Jesús nuestro amor en correspondencia al suyo, no se agota con ella, sino que exige también la reparación, mediante un acto de desagravio por su Amor ofendido por nuestros pecados, y que, si éstos son públicos, el desagravio debe ser también público, hecho no sólo por los ciudadanos como particulares, sino, especialmente en nombre de todos ellos, por las autoridades representan- tes de la comunidad. Así, el 28 de mayo el Obispo tomó dos inspiradas decisiones.
Propuesta del Obispo a las autoridades de la ciudad de Marsella: Consagración al Corazón de Jesús, seguida de acto de pública reparación por los pecados de nuestro pueblo, y establecer un pacto perpetuo con Él
La primera decisión de Mons. Belsunce, pese a las medidas gubernativas de aislamiento impuestas por la peste, fue convocar a los habitantes de la ciudad a dos solemnes procesiones: la tradicional de la festividad del Corpus Christi del 4 de junio, y la de la nueva fiesta del Corazón de Jesús, instaurada por él dos años antes, para el viernes siguiente a su octava, el día 12, invitando a los marselleses a arrepentirse de sus pecados y a confiar sólo en la misericordia de Dios.
La segunda fue la de escribir a los escabinos de la ciudad en estos términos:
“Las precauciones que el Sr. Gobernador y Uds. toman para detener el progreso de la peste son dignas del celo y la sabiduría de los verdaderos padres de la Patria, pero sabéis que vuestros trabajos, cuidados y desvelos resultarán inútiles si Dios mismo no se digna bendecirlos. Vengo hoy a exhortaros a comenzar con un Acto de Religión que sea capaz de desarmar el brazo que parece elevarse de nuevo contra nosotros.”
Les recuerda como a la anterior consagración de la ciudad al Corazón de Jesús, - hecha dos años antes en el auge del primer brote de la epidemia, - no quisieron asistir los representantes del poder político, y la tuvo que hacer él sólo como pastor de los fieles:
“Recordareis que el día de todos los santos de 1720 consagré la ciudad y su diócesis al Sagrado Corazón de Jesús, fuente inagotable de todas las gracias y misericordias, y que desde ese mismo día nuestros males disminuyeron continuadamente; pero debéis también acordaros de que los regidores no fuisteis del parecer de uniros a estas santas ceremonias en honor de Jesucristo, nuestro libertador.”
Por ello ahora requiere la presencia de las autoridades de Marsella en su renovación de la consagración de la ciudad al Corazón de Jesús, pero además, como desagravio por su anterior ausencia, y como prenda de confianza en la misericordia del divino Corazón, les exige un compromiso público, un acto de reparación por los pecados del pueblo, causantes de los actuales males, por lo que, como autoridades de Marsella, les ruega:
”Para reparar esto creo mi deber proponeros hacer un voto estable al divino Corazón de Jesús por el que os comprometierais a perpetuidad, por vosotros y por vuestros sucesores, a ir todos los años, en el día en que he fijado para la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, a oír la Santa Misa y comulgar en la iglesia del primer monasterio de la Visitación, que llamamos de las grandes Marías, y ofrecer un cirio de cera blanca para que arda ante el Santísimo Sacramento en reparación de los crímenes de esta ciudad, y finalmente a asistir por la tarde de ese día a una solemne procesión de acción de gracias, que estableceré por un cierto número de años a vuestra petición. Tengo verdadera confianza que ese voto hará cesar nuestros males. Os suplico, Señores, que no rechacéis esta petición, sino que la recibáis con entera confianza en la misericordia del Salvador, de la que ya hemos sentido sus efectos tan marcados, y que no difiráis su ejecución. Vuestro muy humilde y obediente servidor. Enrique, Obispo de Marsella.”
“Somos conscientes de que todos los esfuerzos de los hombres son vanos contra los progresos de la peste, y que el azote de la cólera de Dios no puede detenerse mas que con actos de Religión, implorando el tesoro de sus misericordias… ¿A quién po- dremos acudir en auxilio sino al Sagrado Corazón de Jesús, que es la fuente inagotable de misericordias y gracias al que la ciudad ha sido consagrada?”
Reunidos, los escabinos de la ciudad, manifiestan: “Hemos procedido a la lectura de la carta que el Sr. Obispo se ha dignado escribirnos, y somos conscientes de que todos los esfuerzos de los hombres son vanos contra los progresos de la peste, y que el azote de la cólera de Dios no puede detenerse mas que con actos de Religión, implorando el tesoro de sus misericordias…. Como el Sr. Obispo nos cita en su carta, todos vimos como desde el día de la consagración que él hizo de esta ciudad al Sagrado Corazón de Jesús el mal bajó continuadamente hasta el fin…
Hoy nuestros pecados, al parecer, han irritado de nuevo la cólera del Señor, y este mal ha comenzado a rebrotar en esta ciudad y sus alrededores, y, habiendo hecho todo lo que la prudencia humana puede imaginar para atajarlo, aún continúa, e incluso parece progresar. ¿A quién podremos acudir en auxilio sino al Sagrado Corazón de Jesús, que es la fuente inagotable de misericordias y gracias al que la ciudad ha sido consagrada? La confianza que el Sr. Obispo nos demuestra tener de que obtendremos el cese del mal por el Voto que nos propone, debe excitar la nuestra, sobre todo contando con las oraciones de este piadoso y santo Prelado.”
Dicen las actas que el 4 de Junio de1722, fiesta del Corpus Christi, los cuatro escabinos, vestidos de sus ropajes encarnados, comparecieron en la Catedral para asistir a la procesión del Santísimo Sacramento, y habiéndose puesto de rodillas ante el Sr. Obispo, que tenía el Santísimo Sacramento en sus manos, el primer Regidor pronunció voto firme e irrevocable, por sí y por sus sucesores a perpetuidad, de ir todos los años en el día de la fiesta del Corazón de Jesús a oír la santa Misa en la Iglesia de la Visitación, comulgar en ella y ofrecer en reparación de los crímenes cometidos en esta ciudad, que han traído sobre sí la ira del Señor, un cirio de cera blanca de cuatro libras, adornado con el escudo de la ciudad, para que arda este día delante del Santísimo Sacramento, y asistir la tarde a la procesión en acción de gracias, que pedían al Sr. Obispo que la estableciera también a perpetuidad.
El Obispo recogió de su mano el documento en que así constaba, y lo aprobó y aceptó públicamente, para que se cumpliera en adelante perpetuamente según su forma y tenor, y renovó junto con los regidores la consagración perpetua de la ciudad y su diócesis al Sagrado Corazón de Jesús, haciendo luego la procesión del Santísimo Sacramento por la ciudad. Comenzaron todos ese día la novena al divino Corazón, y a los ocho días, fieles y autoridades civiles y eclesiásticas, celebraban la fiesta del Corazón de Jesús en la catedral de un modo tan solemne como memorable.
“Marsella debe hoy su salud sólo a Dios, soberano árbitro de la salud y la en- fermedad, de la vida y de la muerte, que la ha concedido por la bondad infinita de su Corazón”
El voto se hizo el 4 de junio, y de inmediato la epidemia comenzó a ceder. Dos meses después el Obispo recordaba a sus diocesanos:
”El adorable Corazón se compadeció de nosotros, la ira del Señor pareció que había amansado con las lágrimas y fervorosos ardores de un pueblo humillado, nuestro votos fueron oídos del Señor, y desde este tiempo el número de los enfermos y muertos de peste o indiciados de haberla contraído, se disminuyó sensiblemente, y al presente gozamos ya de una salud tan perfecta, que casi no tenemos en Marsella, tiempo ha, ni muertos ni enfermos de enfermedad alguna, como tampoco en su territorio.
“Marsella debe hoy su salud sólo a Dios, soberano árbitro de la salud y la enfermedad, de la vida y de la muerte, que la ha concedido por la bondad infinita de su Corazón y el poder de su nombre, que reduce a polvo cuando quiere y en un instante las ciudades más florecientes, y dispone a su gusto de todas las naciones del mundo y de los reyes que las gobiernan, que desconcierta y echa por tierra los planes de los presuntuosos y soberbios, y que da feliz éxito a las medidas que el Señor mismo inspira a las personas que sólo en Él confían… Démonos, pues, prisa, ministros de Dios vivo, a dar justas acciones de gracias al Sagrado Corazón de Jesús, nuestro libertador.”
“Publicad hasta los confines de la tierra que debéis vuestra salud sólo al Sagrado Corazón de Jesús, y que sólo hay que esperar de Él la fortaleza y el consuelo en todas las tribulaciones”
“Por fin, mis amadísimos hermanos, se acabaron nuestros temores y sustos, no hay la menor apariencia de contagio en esta ciudad ni en su territorio, todas las enfermeda- des de cualquier clase han cesado tiempo ha, y la sanidad es tan constante y perfecta, que los más incrédulos deben estar como forzados a reconocer en esto los efectos del poder y la misericordia infinita del Sagrado Corazón de Jesús, lleno siempre de piedad y compasión para con los hombre, aun pecadores e ingratos…”
“El Corazón adorable de nuestro Salvador “ha hecho grandes cosas en favor de este pueblo”, que le está solemnemente consagrado. La memoria de estos prodigios quede grabada siempre en vuestro espíritu y en vuestros corazones: “contadlo muchas veces a vuestros hijos, vuestros hijos lo cuenten a los suyos, y éstos a las generaciones si- guientes”, y la memoria pase a los siglos futuros.
Haced saber vuestro reconocimiento para con el Señor, y publicad hasta los confines de la tierra la gloria de vuestro Libertador, anunciadles que es al Sagrado Corazón a quien sólo debéis vuestra salud y de quien sólo deben ellos esperar también su fortaleza y su consuelo en todas sus tribulaciones… Y como jamás podremos mostrar nuestro justo reconocimiento a este adorable Corazón, ordenamos se haga otra solemne Novena al Corazón divino en el primer Monasterio de la Visitación en el que está fundada la Congregación del Sagrado Corazón de Jesús… El Corazón del Salvador de todos los hombres, a quien nos hemos consagrado, se ha movido a compasión de nuestros males, y tenemos nuestra confianza en que el mismo Sagrado Corazón también se compadecerá por las públicas muestras de nuestro reconocimiento, y estando amansada su justicia por la conversión sincera de los pecadores, no tendremos nada que temer en adelante.” (21 de septiembre de 1722)
Mons. Belsunce dispone que la procesión del Corazón de Jesús se haga en Marsella como acto de reparación todos los años el día de su fiesta: “Óiganlo con admiración las naciones de la tierra, y sepan como en el divino Corazón han de hallar su refugio, consuelo y esperanza en los días de aflicción” (1 de Mayo de 1723)
Mons. Belsunce recuerda como: “Llenos de una entera confianza en la bondad del Corazón adorable de Jesús, recurrimos por segunda vez al Corazón divino. Vuestros dig- nos regidores, animados del mismo espíritu, hicieron un voto estable y solemne: todo el pueblo, humillado bajo la poderosa mano de Dios, con ayunos y lágrimas, arrojó sus gemidos y clamores al Salvador de los hombres todos, y al instante cesó el contagio por segunda vez y se volvió a la seguridad y a la calma para siempre….
Es, pues, muy justo, que celebremos en adelante la fiesta del Sagrado Corazón de Je- sús, fiesta de reparación y de repetido reconocimiento… Con este fin el año pasado, en ejecución del voto solemne de nuestros piadosos magistrados que acabamos de recibir, fundamos para siempre una procesión general, que se hará en adelante todos los años en la ciudad de Marsella en acción de gracias el día de la fiesta del adorable Corazón de Jesús. En ella se hará acto de reparación honorífica, y se reno- vará la consagración al Sagrado Corazón de Jesús que hicimos ante el Santísimo Sacramento en el altar elevado en su fiesta en 1721, consagración que debe renovarse en adelante cada año el día de la fiesta del Sagrado Corazón en todas las parroquias, iglesias y capillas de esta diócesis de Marsella.”
Monseñor Enrique Belsunce murió a los 84 años en 1755. En el monumento que en su día la ciudad agradecida le erigió, se puede leer hoy ante la puerta principal de la Cate- dral vieja de Marsella: “A Mons. de Belsunce para perpetuar el recuerdo de su caridad y de su abnegado voto durante la peste que asoló Marsella en 1720”
A tan justa dedicatoria nosotros añadiríamos: “Al primer Obispo en la historia de la Iglesia que llevó a la práctica la Consagración y la Reparación al Corazón de Jesús, tanto en su aspecto individual como social”, pues no sólo consagró su diócesis al divino Corazón de Jesús, sino que requirió a los magistrados de su ciudad a un acto de pública reparación por los pecados del pueblo al que representaban, y con ello logró que la misericordia del divino Corazón decretara el inmediato cese de la peste.
A los 30 años de la muerte de santa Margarita María, Monseñor Belsunce anticipaba en dos siglos lo que pediría Pio XI a toda la Iglesia: poner en el Corazón de Jesús todas nuestras esperanzas.
La Venerable Ana Magdalena Rémuzat, escogida por el Corazón de Jesús para trasmitir a Mons Belsun- ce el mensaje de que establecer su fiesta en la diócesis, y que debía consagrarle la ciudad de Marsella para que cesara la peste, moría en 1730 a sus 33 años. Su corazón reposa en la Basílica del Sagrado Co- razón de la ciudad.
Su proceso de beatificación comenzó en 1891 y fue reanudado en 1921, pero sin éxito, pues la documentación de los milagros había sido destruida. Se inició por tercera vez en 2009, nombrando el arzobispo de Marsella Mons. Georges Pontier, nuevo postulador al P. Jean-Pierre Ellul, rector de la Basílica del Sagrado Corazón. La fase diocesana se cerró en 2015, y el proceso se halla en la Congregacion de las Causas de los Santos en Roma. Invoquemos confiadamente la intercesion de ambos poderosos apóstoles del Corazón de Jesus en nuestra actual aflicción, que empieza a semejarse a la suya.
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