SOTERO GONZÁLEZ LERMA, PÁRROCO DE EL CARMEN DE MURCIA
Nació en El Palmar, Murcia, en1875. Superior y profesor del Seminario, Ecónomo de Santiago de Jumill, cura de San Pedro de Alcantarilla. Doctor en Sagrada Teología, y Párroco de El Carmen de Murcia. Martirizado en Murcia el 13 de Septiembre de 1936.
Incautación de todos los edificios religiosos en Murcia
Tras los sucesos de julio, las nuevas autoridades decidieron incautarse de los edificios religiosos de Murcia y dedicarlos a fines más acordes con su ideología. El Palacio episcopal fue nueva sede de la UGT; el Seminario de San Fulgencio paso a ser central de la CNT; la Parroquia de San Antolín fue para Cuartel de Pioneros Rojos y emisora de Radio Lenin; el Convento-Iglesia de la Merced pasó a ser sede del FUE; el Convento de Santa Ana, Asilo de Asistencia social del Frente Popular y taller de confección de carteles de propaganda, y la Parroquia de Santa Eulalia sede del Servicio de transportes.

El Rvdo. Sotero González, que tenía entonces 61 años, era párroco de la popular Arciprestal de El Carmen, en la céntrica Alameda de Murcia.
El Comité Antifascista en julio de 1936 resolvió incautarse de su Parroquia y convertirla en Almacén de aviación. Expulsado de su iglesia, él siguió ejerciendo su ministerio en las del Palmar y de Aljucer (pedanías de Murcia), y al cerrar también éstas, en casas particulares. Al cabo fue detenido y llevado a la cárcel.
El proceso contra la “representación más genuina de la vieja España retrógrada y reaccionaria”
El 11 de septiembre de 1936 veintisiete vecinos de la capital - definidos por el fiscal como la “representación más genuina de la vieja España retrógrada y reaccionaria”- fueron llevados a juicio con gran seguimiento de la prensa local (ocupando su condena la primera página del El Liberal). Entre los encausados se incluía al cura párroco de El Carmen, acusado de atacar a la República desde el púlpito.
El Gobernador civil Cabo Giorla, del partido comunista, tras la farsa judicial de aquel Tribunal Popular con el que se pretendía dar apariencia de legalidad a sentencias dictadas de antemano, dispuso el inmediato fusilamiento de los 10 condenados, el mismo día en el que se deliberaba en Madrid sobre el hipotético indulto.
Declaró un testigo que, en el momento del suplicio, sus acusadores le gritaban a Don Sotero: « ¡Predica ahora!», lo que prueba que se le dio muerte por odio a la fe.
Una vez fusilado en el patio de la cárcel ante la multitud vociferante, sus verdugos le ataron una soga al cuello.
Desde allí -La Redonda- lo arrastraron por las calles de la ciudad, obligando a la gente a salir de las casas a verlo, mientras le iban cortando trozos del cadáver (un ojo, una oreja, un dedo...) hasta su parroquia de El Carmen, donde lo subieron al balcón y lo colgaron intentando prenderle fuego.
Pero se quemó la soga, y su cadáver - ya una masa de carne sanguinolentacayó, golpeándose contra el suelo. Abandonado allí, para que no hicieran más atrocidades a su cadáver, sus familiares lo llevaron a escondidas a un nicho anónimo del que lo exhumaron tras la liberación.
Era la Feria de Murcia, y por la tarde se celebró la corrida de toros anunciada. Al día siguiente la prensa local reseñaba: Que ante los rumores de que el Gobierno iba a indultar a alguno de los condenados a muerte, el pueblo sano se había concentrado ante la cárcel, dispuesto a tomarse la auténtica justicia popular por su mano.
Avisado el Gobernador civil de lo que ocurría, dispuso que se fusilara en el mismo patio de la cárcel a los condenados, en lugar de llevarlos al cementerio que era lo que se acostumbraba, y que se abrieran las puertas para que el pueblo viera por sí mismo que la justicia popular se había consumado.
En un sobrecogedor testimonio directo, leemos como fue el suplicio del mártir:
Testimonio de una Convicción
En 1936, mi padre, Joaquín Ataz Hernández, trabajaba como fogonero en la compañía de ferrocarriles Madrid-ZaragozaAlicante (MZA). Oficio duro, hoy casi desaparecido, que consistía en alimentar la caldera de la locomotora de vapor con grandes briquetas de “carbón de piedra”, a base de pala y músculos. Era Secretario del Sindicato ferroviario de UGT de Murcia, y figuraba en la Ejecutiva Provincial del PSOE.
Cuando se crearon los Tribunales Especiales Populares, su partido socialista lo designó miembro del Jurado de este Tribunal que contaba con tres jueces de derecho (Magistrados) y 14 jueces de hecho (los designados por los partidos políticos del Frente Popular). El TP de Murcia dictó sus primeras sentencias el 11 de septiembre: De 27 procesados, condenó a muerte a 10. Los condenados a muerte fueron fusilados en el patio de la cárcel la mañana del domingo 13 de septiembre.
Entre los condenados a muerte, estaba D. Sotero González Lerma, el Párroco de la Iglesia de Nuestra Señora del Carmen en la que yo había sido bautizado. Años después, mi padre me dijo que en el poco tiempo que había actuado en el TP, sólo había votado con bola negra a favor de la pena de muerte solicitada por el Fiscal dos veces: una, la de Federico Servet, por orden expresa, tajante e inexorable de su partido, y, otra, en un juicio posterior contra un miliciano de la FAI que había violado a una mujer y matado a un cabo y a un guardia de Asalto, cuando fueron a detenerlo.
El fusilamiento de los condenados a muerte de aquel domingo, en plena Feria de Septiembre murciana (con corrida de toros por la tarde) me marcaron para toda la vida.
Por la mañana, muy temprano, me despertó el ruido de muchos camiones, llenos de hombres y mujeres huertanos, de los que algunos hacían sonar las caracolas, como cuando avisaban de que venía la riada, y otros gritaban “U.H.P. la cabeza de Servet”. Esta muchedumbre, más la que iba entrando por otros accesos de la ciudad, se concentró ante la Cárcel Provincial, porque “alguien” había hecho correr el rumor de que el Gobierno iba a indultar a los condenados a muerte, “y el pueblo estaba dispuesto a tomarse la justicia por su mano” (reseña de los periódicos locales).
De la prisión avisaron al Gobernador Civil que la multitud iba a asaltarla y, para “resolver la situación”, la máxima autoridad provincial dispuso que se fusilara a los condenados allí mismo, en el patio de la cárcel, y se abrieran las puertas para que el pueblo comprobara que se cumplía la “justicia popular”.
Esta orden se ejecutó de inmediato, pese a que el Gobernador sabía que las sentencias no las había aprobado por el Gobierno. La ejecución fue completamente ilegal porque no contaba con el preceptivo “Enterado, cúmplase”. Por eso, no hubo ejecución sino asesinato, y, además, el permitir la entrada de las hordas en la cárcel y que profanaran, mutilaran y se ensañaron ferozmente con los cadáveres, fue una dejación de autoridad que transforma, al que no reacciona como es su obligación, en un miserable.
Yo lo vi, cuando todavía no había cumplido nueve años, y, desde entonces, aborrecí al sistema político que azuzaba, alentaba o permitía esas atrocidades. Que la primera autoridad provincial, ceda ante la presión del populacho, si es que no la provocó con unos intencionados rumores, la deslegitima y convierte en un rufián a quien, teniendo el remedio en su mano, lo permite. Y no hay incontrolados que valgan.
Han pasado casi 70 años y lo tengo retratado en mi mente como si lo estuviera viviendo otra vez: A media mañana de ese domingo, estaba yo jugando en la calle cuando vi y oí venir a un vociferante gentío, que parecía arrastrar algo con unas cuerdas de las que tiraban hombres y mujeres. Con curiosidad me acerqué y lo que vi me hizo vomitar y ponerme enfermo. Era un cuerpo sanguinolento, hecho jirones del choque con los adoquines del empedrado, que venían arrastrando desde la cárcel, a unos dos kilómetros desde donde yo estaba. Recuerdo que se adivinaba que estaba en ropa interior de felpa, con calzoncillos largos y camiseta de mangas largas. Cuando me recuperé, me fui a casa llorando.
Mi madre me consoló, y cuando vino mi padre le preguntó qué cómo se toleraba que se cometieran esas salvajadas. Casi no respondió porque estaba avergonzado y eso que, en aquel momento, no sabíamos, que al cadáver que yo había visto, el de Don Sotero González Lerma, cura párroco de la Iglesia del Carmen, le habían cortado los testículos, se los habían puesto en la boca, y las piltrafas que quedaban de su maltrecho cuerpo, las colgaron de una farola de brazo colocada en la pared de su Iglesia, las rociaron de gasolina y les pegaron fuego, después de que un “heroico” miliciano le cortara una oreja y se metiera en una taberna para que se la hicieran a la plancha y comérsela acompañada de un vaso de vino.
José Ataz Hernández. Madrid, diciembre de 2005.
El Obispo Mons. Don Juan Antonio Reig Pla impulsa la glorificación de los mártires
La diócesis de Cartagena, tras largos decenios de silencio, a la llegada del gran Obispo Mons. Don Juan Antonio Reig Pla, celoso devoto y promotor de beatificaciones martiriales, como hizo en su anterior diócesis de SegorbeCastellón, el 20 de enero de 2007 y en el Salón del Trono del Palacio Episcopal, presidió la solemne Apertura de Canonización de los 61 sacerdotes, religiosos, seminaristas, hermanos y seglares, Testigos de la Fe durante la persecución religiosa que tuvo lugar en España entre 1936 y 1939.

